Es curioso como se nos quedan grabados en la mente algunos detalles insignificantes que ocurrieron en nuestra infancia. Insignificantes y ridículos, diría yo. A veces solo de pensarlo siento necesidad de reír, porque recuerdo uno de estos que a menudo vienen a mi memoria. Siempre me ha gustado mucho cocinar y he andado metida en la cocina haciendo todo tipo de experimentos culinarios que se me ocurrían. Esto todavía lo sigo haciendo.
Pues bien, estaba un día ayudando a mi madre a hacer la comida cuando me dio un ajo para que lo pelara. Estaba en ello cuando mi padre regresó de trabajar y me pilló en ese justo momento. Había comenzado a pelar el ajo y le había cortado el cuscurro que decía yo, esa parte por donde los ajos van unidos entre sí; mi padre, todo serio él, lo cogió y me lo enseñó diciendo "casi te llevas medio ajo con el cuscurro y ese trozo también cuesta dinero". Mi padre no era tacaño, pero el hecho de tener que mantener nueve hijos le empujaba a hacer este tipo de economías ahorradoras, seguramente intentando darnos una lección para el futuro.Pero no me sirvió de mucho esta enseñanza porque creo que todos los cuscurros que he quitado en mi vida podría dar de comer a un regimiento. Valga esto como anécdota.
Una anécdota que me ha perseguido toda la vida, porque cada vez que he pelado un ajo la he recordado, a veces con rabia, a veces con risa, según me pillara en cada momento. Y es curioso porque de todas las cosas que me enseñó, esta es la que más veces he llevado en la cabeza, aunque no es que me haya servido de mucho. He intentado alejarla de mi, pero ha sido imposible. Aún ahora, cuando hace ya tiempo que ha fallecido, los malditos ajos se siguen rebelando y me siguen recordando que el cuscurro vale dinero. Por supuesto sigo quitando demasiado cuscurro cada vez que pelo uno ¡Dichosos ajos!
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