jueves, 26 de mayo de 2016

Un viaje especial. (relato)


 
Había desempolvado la vieja y raída maleta; hacía tiempo que no salía de viaje y ya era hora de hacer una escapada, la tenía bien merecida, y ninguna ocasión mejor que ésta para llevarla a cabo.
Tampoco le hacían falta pretextos para salir de viaje, era una mujer libre y nada le ataba en su vida monótona y aburrida. Así que después de una concienzuda meditación se disponía para llevar a cabo uno de sus viajes más difíciles.
Abrió la maleta, quejumbrosa por el paso de los años, y, conforme desataba sus correas, el frío tacto de la piel se le metió en lo más profundo de su cuerpo haciéndola vacilar por unos momentos. Pero ella estaba firme y decidida. Las decisiones se toman para llevarlas a cabo, le había dicho un viejo amigo no hacía mucho. Y más que nunca debía ser consecuente con ella misma.
Minuciosamente lo preparó todo; pensó en los objetos que le serían útiles y los fue colocando uno a uno en el interior. Conforme la maleta se iba llenando, variedad de pensamientos le venían a la cabeza y los sentimientos afloraban en su corazón.
Recordaba el día que había comenzado todo y no podía evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios. Sin embargo, la pena y el dolor eran más grandes y por nada en este mundo daría marcha atrás.
Miró de reojo el viejo reloj suspendido en la pared y recordó las horas tristes que le había hecho compañía; cuando inútilmente había esperado en vano que los acordes metódicos de su móvil sonaran una vez más; pero nunca llegaron a oírse. El silencio había sido la única respuesta que había recibido.
Casi sin darse cuenta había llegado la hora de marchar, le quedaba el tiempo justo para llegar a la estación y coger aquel tren que le llevaría a alguna parte, lejos de todo aquello. Quizá entonces pudiera olvidar y comenzar una nueva vida, lejos de sus recuerdos, aislada de sus emociones. Ella sabía que nunca volvería a ser la misma, todo lo que le había sucedido en los últimos meses la había marcado demasiado para que la cicatriz que quedaba en su alma pudiera borrarse algún día.
Subió al taxi, bajó la ventanilla. Quería ver por última vez todo aquello. Y al tiempo que las lágrimas le inundaban los ojos y resbalaban tímidamente, como queriendo escaparse de puntillas sin hacer ruido, le recordó con ternura; cuando aquel día de verano acercando sus labios a los de ella la había besado por primera vez. Y después de tanto tiempo, todavía le venía a la boca el mismo dulce sabor que sintió aquella tarde…
Poco a poco se alejó de aquel lugar y si de una cosa estaba convencida era que, por más que su vida durase mil años, no podría olvidar jamás las horas que pasó a su lado, y que, aunque sabía que no debía hacerlo, contra toda esperanza… le seguiría esperando.
Y aunque sabía que estaba haciendo lo correcto, cuando estaba a punto de subir al tren no pudo evitar vacilar, se detuvo en las escalerillas y miró a su alrededor; el corazón se le quería escapar del pecho; entonces comprendió que hubiera dado la vida por verle venir a lo lejos corriendo hacia ella, pidiéndole que se quedara.
Pero aquel tren que no entendía de deseos, ni de sueños comenzó a moverse lentamente. Ella se detuvo un momento en el pasillo. Se inclinó sobre la ventanilla para ver por última vez en dirección de los andenes. Pero no vio sino el tumulto de gente desconocida que como ella se disponía a emprender un viaje. Entró en su compartimiento, colocó sus cosas en el altillo de su asiento. Se aproximó a la ventanilla de nuevo, en un intento desesperado de que se cumpliera su deseo. Pero no le vio. Solo la vieja estación que cada vez más diminuta empezaba a volverse un punto en el infinito.
… Quizá era mejor así, no dejaba de repetirse. Mientras se abandonaba poco a poco a la difícil tarea de aceptar las consecuencias de la decisión que acababa de tomar.
De repente. Algo la sobresaltó… era la melodía de su teléfono móvil…

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martes, 17 de mayo de 2016

LA PIÑA ROTA (relato de una cabra loca)


Había una vez una casona en la montaña, rodeada de árboles, en medio de un paisaje privilegiado del valle del Aragón. El rumor del río podía oírse desde la casa y, sobre todo por la noche, la sensación de soledad se veía mitigada por el grito del agua, que bajaba por su cauce, impetuosa. Y cuando el rumor del río se hacía más fuerte, te invadía un impulso inevitable de arrebujarte bajo las sábanas y dejarte abrazar por ese rumor indescriptible. Y mientras el grito del río se deslizaba por entre las piedras enormes, con la prisa de alcanzar su destino allá en el mar, no podías evitar sumergir tu pensamiento en sueños, que con el tiempo, cuando aquel río fluyera lejos de ti, sabrías que solo habían sido eso: simples sueños.

La casona estaba situada en una cuesta empinada a modo de escalones, que los niños, que la habitaban durante los veranos, subían y bajaban cientos de veces, mientras inventaban fantasías, sin sabe aún que eran solo eso: simples fantasías. Y correteaban ajenos a la vida, inmersos en sus juegos de chiquillos, con el único deseo de divertirse y disfrutar de aquello, sin saber todavía que era irrepetible. Y se balanceaban en sus columpios, en aquella gigantesca barca de vaivén, de donde cayeron en varias ocasiones, lesionando sus rodillas, pero con la satisfacción de haber vivido una hazaña: la de llegar con la barca hasta aquel árbol, haber tocado sus ramas, y así haber infringido la norma paterna, que impedía hacer precisamente eso.

La casona tenía varios tramos de escaleras, un centenar de árboles frutales, que casi nunca habían dado fruto, excepto los cerezos y algún ciruelo, y dos moreras, que daban unas moras negras enormes. Había también zarzamoras, pinchos, sobre todo muchos pinchos. Por un tiempo podían verse dos huertos cultivados, que con el tiempo pasaron a estar yermos y secos.
Pasaba muchas tardes asomada a las grandes cristaleras, inmersa en pensamientos que mucho tiempo después, siguen rondándome la cabeza. ¿Por cuánto tiempo duraría aquello? ¿Aquellos chiquillos permanecerían siempre unidos? ¿Qué habría sido de ellos?
Pero igual que una nube se desvanece, dejaba de pensar en todo aquello y una vez tras otra me disponía a disfrutar de escenas que quizás serían irrepetibles. El bullicio de los chiquillos recorriendo la casa sin descanso en interminables juegos, regresaba a mi cabeza y mientras una sonrisa emergía de mis labios, me seguía preguntando hasta cuándo duraría todo aquello.

Un enorme depósito de riego hacía las veces de piscina, con su trampolín incluso, donde aprendíamos a nadar y pasábamos la mayor parte del día en verano. La madre, al fondo haciendo punto o cosiendo, mientras vigilaba atenta. A menudo los chiquillos la rodeaban, y parecían la gallina con sus polluelos, para pedirle la merienda, aquella sabrosa merienda que cada día preparaba con todo el cariño del mundo.
Y, cuando el cansancio se apoderaba de los niños, se iban a dormir a esas habitaciones compartidas y mientras llegaba el sueño, soñaban entre neblinas que algún día regresarían allí con sus chiquillos y les enseñarían todo aquello, y pasarían largos veranos viéndoles subir y bajar las escaleras, observándoles zambullirse en la piscina y balancearse en aquella barca….

Había en la casona una bodega con toneles envejecidos con el paso del tiempo, donde a menudo se reunían, ya no tan chiquillos, en compañía de sus padres para degustar el delicado vino, el más exquisito que he probado nunca. Y el recuerdo del sabor de aquel vino, que no se ha borrado de mi boca, ha vuelto a conseguir que se dibuje la sonrisa en mis labios.
Pero la vida no siempre discurre por donde queremos e, igual que el cauce de los ríos, se ve desviada de su curso natural, para tomar derroteros inesperados que nos dejan boquiabiertos. Es entonces cuando ocurre que ya solo queda esperar que la propia naturaleza no se rebele y un día intente recuperar lo que era suyo. Porque, igual que los cauces de los ríos acaban discurriendo por los lechos de donde fueron desviados, del mismo modo la vida vuelve a su cauce, de donde no debió salir nunca.

La casona sigue estando en el mismo sitio, y aquellos chiquillos se han hecho mayores y, del mismo modo que aquella casa estaba situada en una ladera escalonada, la vida los ha ido colocando a ellos en diferentes escalones, unos más arriba, y otros abajo. Los que permanecen arriba, podrán seguir contemplando las maravillas de aquel lugar que han conseguido que termine siendo habitable, y los que permanecemos abajo tendremos que mirarlo levantando la cabeza, como algo superior a nosotros mismos que ya nunca podremos alcanzar. La vida es así.

Y la casona,  seguirá recordando a aquellos chiquillos que un día soñaron con regresar y no podrán hacerlo, seguirá viéndoles soñar aquellos sueños de las noches de verano, cuando veían a sus hijos y a sus nietos correteando por aquella ladera empinada, balanceándose en la barca que llegaba a los árboles, chapoteando en la piscina, cogiendo las moras de aquellas moreras y compartiendo aquel vino rancio resumen de todas sus vidas.
La casona ha roto la piña que siempre habían formado aquellos niños, que desde pequeños estaban acostumbrados a compartir, pero con el paso del tiempo dejaron de hacerlo. Y los que guardaban la casona, como oro en paño, como un símbolo de su infancia y de su vida para volverla a compartir un día, sin que nadie les consultase, descubrieron que la casona había desaparecido para ellos.
Solo les quedará  seguir soñando con lo que pudo ser y nunca será.

Ya no hay piña, ya no hay sueños compartidos…ya no hay vino rancio, tampoco se escucha el rumor del río cuando nos arrebujabamos bajo las sábanas. 
Y hay que reflexionar porque la casona puede ser reemplazable, lo mismo que el columpio, y los árboles, y los recuerdos que siempre estarán allí….
Pero la piña rota…
¿Que pasará con la piña rota? 


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