Había vivido como el que resucita sin haber muerto, o como el que va de fiesta a un funeral. Su vida había estado siempre repleta de excentricidades como estas. Pero el caso era que la soledad en que se desenvolvía su rutina quedaba ya lejos de aquellos días de juerga y desenfreno, cuando la lujuria se había convertido en hija de su locura y su adicción a las drogas y al alcohol había hecho de ellas su única comida.
Su vida convulsa había tenido de todo, casi siempre malo. Es lo que tenía vivir en una época controvertida, donde todo estaba permitido y prohibido al mismo tiempo.
Años después todo había cambiado alejándole de aquellos días festivos y sustituyéndolos ahora por sus constantes visitas a la farmacia y los repetidos toques de campana, que le recordaban que debía celebrar la misa de doce.
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