Hace muchos años escribí un relato cuya historia se desarrollaba en una estación de ferrocarril. Creo que es uno de mis primeros relatos y curiosamente he perdido el original, seguramente en alguno de mis traslados de domicilio. No tengo que añadir que no era solo el primero sino el único ejemplar original. Es posible que se perdiera el mismo día que perdí mi título universitario, el mismo que demuestra que soy licenciada en filología hispánica, por hallarse posiblemente en la misma cartera, donde guardaba mis primeros relatos, que eché en falta muchos años. Claro todo esto lo he deducido recientemente al comprobar que mi título no aparecía por ninguna parte.
He atado algunos cabos y he llegado a la conclusión de que tanto mis escritos como mi título desaparecieron el mismo día.
Lo del título no tiene mayor problema que la burocracia de solicitar un duplicado, trámite que ya está en marcha. Pero lo de los relatos perdidos me duele más.
Bueno como os iba diciendo hace muchos años escribí un relato cuya historia se desarrollaba en una estación de ferrocarril. Trataba de una viejecita que cada tarde se acercaba al andén de una estación, se sentaba en uno de sus bancos y pacientemente esperaba la llegada de uno de los trenes por si veía llegar a alguien concreto. En otras ocasiones he escrito cosas sobre estaciones, sobre viajes. La razón es que me encantan las estaciones, ese ir y venir de viajeros, ese ambiente ferroviario mezclado con la megafonía que avisa del peligro de los andenes, de la llegada de trenes, pero sobre todo de la cantidad de historias que esconden.
Ahora tengo la fortuna de vivir muy cerca de una estación de ferrocarril, la de Almenara, a escasos cinco minutos de mi casa; puedo escuchar llegar algunos trenes, pasar otros de largo a toda velocidad. Y de nuevo las historias se repiten.
Aquí para desplazarse de un sitio a otro tienes que moverte en tren, si no tienes coche claro, y digamos que el tren es aquí lo que puede ser el metro o el autobús en una gran ciudad, pasan cada media hora y te puedes desplazar a cantidad de sitios, lo cual es todo un lujo viniendo de un lugar donde solo había dos autobuses al día. Me cuesta menos recorrer cincuenta kilómetros en tren que cruzar Zaragoza en el 22.
Pues como os iba diciendo, las historias se repiten. También es verdad que no toda la gente tiene necesidad de contarte su vida, pero siempre hay alguien que te da conversación y desde las primeras palabras compruebas la necesidad que esa persona tiene de hablar.
No hace mucho una mujer se sentó a mi lado y en menos de diez minutos me había contado toda su vida, resumiendo parece que había sido una desgraciada que todo le había sucedido en contra. Este viernes pasado, regresaba de Sagunto a mi casa y en la estación había un colombiano, parecía buena gente, que esperaba el mismo tren que yo. De momento permanecimos callados hasta que se acercó una mujer, ahora no recuerdo de dónde dijo que era, pidiendo fuego. Fuego el que llevaba ella en el cuerpo porque en cinco minutos ya nos había contado media vida al colombiano y a mí, la otra media se entreveía entre líneas, había vivido en Italia, en Francia, en España en varios sitios diferentes.
Por eso las estaciones son testigos mudos de tantas y tantas historias, del ir y venir de la gente, pero no solo de la gente que va de vacaciones o viaja por placer, sino de la gente que va y viene por la vida buscando su sitio.
Lo malo de las estaciones de ahora, al menos de muchas que conozco, es que solo se puede salir al andén si llevas billete; por eso en estos tiempos la viejecita de mi historia no podría pasar tardes enteras sentada en el banco de un andén; tendría que conformarse con esperar tras los ventanales desde donde a veces pueden verse las vías y puede escucharse llegar los trenes.
Claro que están las salas de espera. pero no son lo mismo.
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