La vida de Calamidad siguió como si nada. Pasaron los años sin que hubiera aprendido nada o al menos esa era la sensación que sentía en ese oscuro rincón, donde se acurrucaba intentando permanecer ajena a todo cuanto le rodeaba.
A menudo sentía esa imperiosa necesidad de esconderse, buscando rincones silenciosos en medio de la quietud de la noche. Cualquier ruido que irrumpiera en su mundo era silenciado de raíz; cualquiera excepto el ruido de las gotas de la lluvia que se estrellaban aquella noche contra las baldosas de su terraza.
Al principio se había sobresaltado con ese repiqueteo incesante, hasta que comprendió que había empezado a llover. Era curioso lo que sentía. Era como si la lluvia le hiciera compañía, igual que los truenos de las tormentas cuando era niña. No entendía por qué a veces regresaba a la infancia, reviviendo sensaciones que creía olvidadas. Y sin embargo por nada del mundo hubiera revivido su infancia.
Quizá aquellos truenos que la sobrecogían de niña, eran el único recuerdo que como un bálsamo hacía más leves sus heridas. Porque sí, de niña había hablado a menudo con esos truenos que acudían en su auxilio cuando menos lo esperaba.
Y la vida pasó....pasó.....pasó y Calamidad no había aprendido nada. Quizá fuera mejor así.
O quizá si que aprendió y no se lo dijo a nadie.
De cualquier manera, siempre le quedarían el silencio, los truenos y las tormentas. El que pueda entender que entienda.
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