Había
una vez una casona en la montaña, rodeada de árboles, en medio de
un paisaje privilegiado del valle del Aragón. El rumor del río
podía oírse desde la casa y, sobre todo por la noche, la sensación
de soledad se veía mitigada por el grito del agua, que bajaba por
su cauce, impetuosa. Y cuando el rumor del río se hacía más
fuerte, te invadía un impulso inevitable de arrebujarte bajo las
sábanas y dejarte abrazar por ese rumor indescriptible. Y mientras
el grito del río se deslizaba por entre las piedras enormes, con la
prisa de alcanzar su destino allá en el mar, no podías evitar
sumergir tu pensamiento en sueños, que con el tiempo, cuando aquel
río fluyera lejos de ti, sabrías que solo habían sido eso: simples
sueños.
La
casona estaba situada en una cuesta empinada a modo de escalones, que
los niños, que la habitaban durante los veranos, subían y bajaban
cientos de veces, mientras inventaban fantasías, sin sabe aún que
eran solo eso: simples fantasías. Y correteaban ajenos a la vida,
inmersos en sus juegos de chiquillos, con el único deseo de
divertirse y disfrutar de aquello, sin saber todavía que era
irrepetible. Y se balanceaban en sus columpios, en aquella gigantesca
barca de vaivén, de donde cayeron en varias ocasiones, lesionando
sus rodillas, pero con la satisfacción de haber vivido una hazaña:
la de llegar con la barca hasta aquel árbol, haber tocado sus ramas,
y así haber infringido la norma paterna, que impedía hacer
precisamente eso.
La
casona tenía varios tramos de escaleras, un centenar de árboles
frutales, que casi nunca habían dado fruto, excepto los cerezos y
algún ciruelo, y dos moreras, que daban unas moras negras enormes.
Había también zarzamoras, pinchos, sobre todo muchos pinchos. Por
un tiempo podían verse dos huertos cultivados, que con el tiempo
pasaron a estar yermos y secos.
Pasaba
muchas tardes asomada a las grandes cristaleras, inmersa en
pensamientos que mucho tiempo después, siguen rondándome la cabeza.
¿Por cuánto tiempo duraría aquello? ¿Aquellos chiquillos
permanecerían siempre unidos? ¿Qué habría sido de ellos?
Pero
igual que una nube se desvanece, dejaba de pensar en todo aquello y
una vez tras otra me disponía a disfrutar de escenas que quizás
serían irrepetibles. El bullicio de los chiquillos recorriendo la
casa sin descanso en interminables juegos, regresaba a mi cabeza y
mientras una sonrisa emergía de mis labios, me seguía preguntando
hasta cuándo duraría todo aquello.
Un
enorme depósito de riego hacía las veces de piscina, con su
trampolín incluso, donde aprendíamos a nadar y pasábamos la mayor
parte del día en verano. La madre, al fondo haciendo punto o
cosiendo, mientras vigilaba atenta. A menudo los chiquillos la
rodeaban, y parecían la gallina con sus polluelos, para pedirle la
merienda, aquella sabrosa merienda que cada día preparaba con todo
el cariño del mundo.
Y,
cuando el cansancio se apoderaba de los niños, se iban a dormir
a esas habitaciones compartidas y mientras llegaba el sueño, soñaban
entre neblinas que algún día regresarían allí con sus chiquillos
y les enseñarían todo aquello, y pasarían largos veranos viéndoles
subir y bajar las escaleras, observándoles zambullirse en la piscina
y balancearse en aquella barca….
Había
en la casona una bodega con toneles envejecidos con el paso del
tiempo, donde a menudo se reunían, ya no tan chiquillos, en compañía
de sus padres para degustar el delicado vino, el más exquisito que
he probado nunca. Y el recuerdo del sabor de aquel vino, que no se ha
borrado de mi boca, ha vuelto a conseguir que se dibuje la sonrisa en
mis labios.
Pero
la vida no siempre discurre por donde queremos e, igual que el cauce
de los ríos, se ve desviada de su curso natural, para tomar
derroteros inesperados que nos dejan boquiabiertos. Es entonces
cuando ocurre que ya solo queda esperar que la propia naturaleza no
se rebele y un día intente recuperar lo que era suyo. Porque, igual
que los cauces de los ríos acaban discurriendo por los lechos de
donde fueron desviados, del mismo modo la vida vuelve a su cauce, de
donde no debió salir nunca.
La
casona sigue estando en el mismo sitio, y aquellos chiquillos se han
hecho mayores y, del mismo modo que aquella casa estaba situada en
una ladera escalonada, la vida los ha ido colocando a ellos en
diferentes escalones, unos más arriba, y otros abajo. Los que
permanecen arriba, podrán seguir contemplando las maravillas de
aquel lugar que han conseguido que termine siendo habitable, y los
que permanecemos abajo tendremos que mirarlo levantando la cabeza,
como algo superior a nosotros mismos que ya nunca podremos alcanzar.
La vida es así.
Y
la casona, seguirá recordando a aquellos chiquillos que un día
soñaron con regresar y no podrán hacerlo, seguirá viéndoles soñar
aquellos sueños de las noches de verano, cuando veían a sus hijos y
a sus nietos correteando por aquella ladera empinada, balanceándose
en la barca que llegaba a los árboles, chapoteando en la piscina,
cogiendo las moras de aquellas moreras y compartiendo aquel vino
rancio resumen de todas sus vidas.
La
casona ha roto la piña que siempre habían formado aquellos niños, que desde pequeños estaban acostumbrados a compartir,
pero con el paso del tiempo dejaron de hacerlo. Y los
que guardaban la casona, como oro en paño, como un símbolo de su
infancia y de su vida para volverla a compartir un día, sin que
nadie les consultase, descubrieron que la casona había desaparecido
para ellos.
Solo les quedará seguir soñando con lo
que pudo ser y nunca será.
Ya
no hay piña, ya no hay sueños compartidos…ya no hay vino rancio, tampoco se escucha el rumor del río cuando nos arrebujabamos bajo las sábanas.
Y
hay que reflexionar porque la casona puede ser reemplazable, lo
mismo que el columpio, y los árboles, y los recuerdos que siempre
estarán allí….
Pero
la piña rota…
¿Que
pasará con la piña rota?
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