Había desempolvado la vieja y raída maleta; hacía tiempo que no salía de viaje y ya era hora de hacer una escapada, la tenía bien merecida, y ninguna ocasión mejor que ésta para llevarla a cabo.
Tampoco le hacían falta pretextos para salir de viaje, era una mujer libre y nada le ataba en su vida monótona y aburrida. Así que después de una concienzuda meditación se disponía para llevar a cabo uno de sus viajes más difíciles.
Abrió la maleta, quejumbrosa por el paso de los años, y, conforme desataba sus correas, el frío tacto de la piel se le metió en lo más profundo de su cuerpo haciéndola vacilar por unos momentos. Pero ella estaba firme y decidida. Las decisiones se toman para llevarlas a cabo, le había dicho un viejo amigo no hacía mucho. Y más que nunca debía ser consecuente con ella misma.
Minuciosamente lo preparó todo; pensó en los objetos que le serían útiles y los fue colocando uno a uno en el interior. Conforme la maleta se iba llenando, variedad de pensamientos le venían a la cabeza y los sentimientos afloraban en su corazón.
Recordaba el día que había comenzado todo y no podía evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios. Sin embargo, la pena y el dolor eran más grandes y por nada en este mundo daría marcha atrás.
Miró de reojo el viejo reloj suspendido en la pared y recordó las horas tristes que le había hecho compañía; cuando inútilmente había esperado en vano que los acordes metódicos de su móvil sonaran una vez más; pero nunca llegaron a oírse. El silencio había sido la única respuesta que había recibido.
Casi sin darse cuenta había llegado la hora de marchar, le quedaba el tiempo justo para llegar a la estación y coger aquel tren que le llevaría a alguna parte, lejos de todo aquello. Quizá entonces pudiera olvidar y comenzar una nueva vida, lejos de sus recuerdos, aislada de sus emociones. Ella sabía que nunca volvería a ser la misma, todo lo que le había sucedido en los últimos meses la había marcado demasiado para que la cicatriz que quedaba en su alma pudiera borrarse algún día.
Subió al taxi, bajó la ventanilla. Quería ver por última vez todo aquello. Y al tiempo que las lágrimas le inundaban los ojos y resbalaban tímidamente, como queriendo escaparse de puntillas sin hacer ruido, le recordó con ternura; cuando aquel día de verano acercando sus labios a los de ella la había besado por primera vez. Y después de tanto tiempo, todavía le venía a la boca el mismo dulce sabor que sintió aquella tarde…
Poco a poco se alejó de aquel lugar y si de una cosa estaba convencida era que, por más que su vida durase mil años, no podría olvidar jamás las horas que pasó a su lado, y que, aunque sabía que no debía hacerlo, contra toda esperanza… le seguiría esperando.
Y aunque sabía que estaba haciendo lo correcto, cuando estaba a punto de subir al tren no pudo evitar vacilar, se detuvo en las escalerillas y miró a su alrededor; el corazón se le quería escapar del pecho; entonces comprendió que hubiera dado la vida por verle venir a lo lejos corriendo hacia ella, pidiéndole que se quedara.
Pero aquel tren que no entendía de deseos, ni de sueños comenzó a moverse lentamente. Ella se detuvo un momento en el pasillo. Se inclinó sobre la ventanilla para ver por última vez en dirección de los andenes. Pero no vio sino el tumulto de gente desconocida que como ella se disponía a emprender un viaje. Entró en su compartimiento, colocó sus cosas en el altillo de su asiento. Se aproximó a la ventanilla de nuevo, en un intento desesperado de que se cumpliera su deseo. Pero no le vio. Solo la vieja estación que cada vez más diminuta empezaba a volverse un punto en el infinito.
… Quizá era mejor así, no dejaba de repetirse. Mientras se abandonaba poco a poco a la difícil tarea de aceptar las consecuencias de la decisión que acababa de tomar.
De repente. Algo la sobresaltó… era la melodía de su teléfono móvil…
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