Vivía un gorrión, que se llamaba Flo,
en una región escondida del planeta, que pasaba la mayor parte del
tiempo revoloteando por entre los árboles, volaba de rama en rama y su canto
llegaba hasta las copas más altas. Su pareja, la gorriona Flia, vivía encantada
con él, y se sentía tan contenta
viéndole tan feliz, que hubiera dado cualquier cosa porque esa felicidad
fuera eterna.
Pero nada en este planeta es eterno, ni tampoco la felicidad de estos
gorrioncillos, que la vieron truncada un buen día, cuando menos lo esperaban.
Flo tuvo un accidente y se le rompió una de sus alas. Intentó arreglarla, pero
todos sus intentos fueron inútiles, Flía tampoco sabía como ayudarle y reparar
el ala rota. Cuando pasaron unos días y el ala dejó de dolerle, intentó alzar
el vuelo, pero todo fue en vano. Por más intentos que hacía, no le era posible
levantarse ni un palmo del suelo.
A
pesar de que cada mañana se levantaba más temprano, para practicar más rato, el
esfuerzo no daba su fruto y su torpeza
iba en aumento. El desánimo se apoderó
de Flo al no poder volar y Flía cada día estaba más triste de verle esforzarse
inútilmente.
Pasaban los días cada vez más despacio, y la tristeza de ambos iba en aumento.
Cada mañana Flo, cuando despertaba, se colocaba frente un árbol y comenzaba a
dar saltitos, como intentos desesperados por alcanzar una de sus ramas, pero
cuantos más saltos daba, más se hundía en su pesar por no conseguir levantar el
vuelo.
Flía se le acercaba y con mimos y arrumacos le decía: “tienes el ala
rota, ¿no te das cuenta?”. Pero Flo, ajeno a estas palabras, que escuchaba sin
querer oír, se empecinaba cada vez más en un intento de demostrarse a sí mismo
que todo era como antes. Pero ya nunca volvería a ser como antes. Y, aunque en
el fondo lo sabía, se negaba aceptarlo y cada día pasaba largas horas dando
saltos, intentando alcanzar las ramas de los árboles.
Flía, se escondía para volar, porque no quería volar delante de él para
que no sintiera pena, pero cuando estaba con Flo caminaba a su lado, dando
saltitos, como él. Vamos a luchar juntos, le decía, para darle ánimos, pero él
no respondía y seguía intentando subir a las ramas. Recordaba los tiempos en
que podía hacerlo y se pregunta por qué le había pasado esto a él. Pensar esto le daba fuerza para seguir dando
saltos, cada día se esforzaba más, pero todo era en vano….totalmente en vano.
Flía se escondía por los rincones para llorar en silencio, al ver que no
podía ayudarle. Llegó un día en que a ella se le quitaron las ganas de volar y
la tristeza comenzó a apoderarse de su corazón, y cada día que veía a Flo dando
saltos junto al árbol, ella se hundía más y más. Temía que tanto esfuerzo,
terminaría matando al gorrioncillo y no sabía cómo evitarlo.
Pasaron los días, las semanas, los meses y todo seguía igual. Flo seguía
dando saltos y Flía seguía llorando por los rincones, sin poder hacer nada.
Incluso ella hacía tiempo que había dejado de volar. Un día, cuando Flo estaba
en uno de sus intentos pasó algo extraordinario. Comenzó a dar saltos y más
saltos y tanto afán puso que consiguió llegar a la rama del árbol, Flía no daba
crédito a lo que estaba viendo, alzó el vuelo llena de emoción y se acercó a la
rama.
Por fin había conseguido su propósito y
el premio de tanto esfuerzo había llegado. Pero el precio que Flo había
pagado había sigo demasiado alto. Cuando Flía llegó a la rama encontró a Flo
semiinconsciente, tendido boca arriba, a punto de morir.
(Este cuento lo escribí en Marzo de 2009, aunque nunca ha sido publicado, es una alegoría que cada cual puede entender como quiera)
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