Anayet y Arafita, eran
unos dioses pirenaicos pobres, pero muy trabajadores y honrados,
odiados por los otros dioses, pero a ellos no les importaba porque
tenían algo que les hacía sumamente felices: su hija Culibilla.
Culibilla
era la criatura más encantadora de aquellas montañas, por su
belleza y por su bondad. Tenía una capacidad innata para disfrutar
de las cosas más pequeñas, sobre todo de sus amigas las hormigas
blancas, las quería tanto que por ello llamó Formigal a esas montañas.
Cada día, adulada
por sus pretendientes, poderosos y ricos, Culibilla los rechazaba
uno
tras otro, y soñaba con el ser, capaz de enamorarla, no con su
riqueza sino con la bondad de su alma.
Pero apareció
Balaitus, locamente enamorado de ella. Poderoso, rico, temido por
todos, nadie había osado nunca oponerse a sus deseos, porque si
alguien lo hacía, él era capaz de desencadenar la tormenta más
terrible, de lanzar los rayos más espeluznantes y destruir todo a su
paso. Culibilla no le quería, porque sabía que no podría ser feliz
con él, y lo rechazó. Balaitus, que no había sido rechazado nunca,
montó en cólera y juró que la raptaría para hacerla suya.
Así que se presentó
frente a Culibilla, ante la mirada horrorizada de las demás
montañas, que ni se atrevieron a defenderla, y ésta viéndose
perdida llamó a las hormigas blancas en su ayuda: “¡A mí, las
hormigas!”, éstas empezaron a llegar de todos los rincones hasta
que cubrieron a Culibilla por completo. Balaitus, que no daba crédito
a sus ojos, dejó su presa.
Culibilla, en
agradecimiento, se clavó un puñal en el corazón, para que todas
las hormigas pudieran entrar en él: desde entonces es el forau de
Peña Foratata.
Las gentes del lugar
dicen que los que suben hasta allí, pueden oír los latidos de
Culibilla. También dicen que no han vuelto a verse hormigas blancas,
porque están todas allí, con ella.
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