Acabo de regresar a casa y todo me huele a él, veo sus cosas, siento su presencia y no puedo menos que sentir una terrible impotencia al pensar que, finalmente no pudo ser, que tras cuatro meses de dura pelea cayó derrotado y sus fuerzas mermaron hasta el punto de entregarle a la muerte.
A menudo, durante estos meses de hospitalización, llenos de complicaciones, decía “¿qué más puede pasarme?” y se lo preguntaba a los médicos, me lo preguntaba a mí, con la esperanza de que le dijéramos que pronto estaría bien. Y deseábamos con todas las fuerzas su pronta recuperación, se lo trasmitíamos convencidos de que sería así.
Otras veces, rendido por tantas dolencias decía “me doy, no puedo más” pero siempre sacaba fuerzas de flaqueza para seguir luchando. Pero la madrugada del día 25 no pudo más y en pocos minutos se apagó para siempre. Nunca olvidaré esas últimas horas que viví con angustia, sin soltarle la mano, sin dejar de acariciarle, intentando que su agonía no le produjera demasiado dolor.
Los médicos dijeron que no sufría y a mí me lo pareció al principio, pero de pronto abrió completamente los ojos, que había tenido cerrados desde hacía horas, me pareció que intentaba decir algo, miró hacia mí, aunque no sé si me vio, quiero pensar que sí, le apreté la mano, le besé la mejilla, le dije que le quería, mientras su respiración de ralentizaba y finalmente desaparecía. Eran las tres y media de la madrugada. Acababa de morir el mejor hombre y la mejor persona que he conocido.
(Seguiré hablando de él, cuando mis dedos dejen de temblar y la serenidad vaya regresando a mi vida)