No podía imaginar, cuando nos hicieron aquella fotografía que, varios años después, yo la miraría de frente durante horas y sentiría que la mirada de esos ojos tan llenos de vida intentarían decirme algo. La miro desde todos los ángulos y esos ojos siempre me miran, no importa dónde esté. Con la expresión alegre y serena. En las tardes de melancolía, que son casi todas, abro el ordenador y la contemplo, en un intento de alargar las horas felices.
¡Qué bien estábamos entonces! antes de que la crueldad del destino nos separara para siempre, llevándote a ti quién sabe a dónde, y dejándome caer a mi al fondo del abismo, igual que si hubiera saltado al precipicio. Y, como una pluma que se tambalea mecida por el viento y cae lentamente, igual me voy desmoronando y cayendo, arrastrada por los vientos de la rutina y las horas sin sentido.
Pero miro esa foto, la que nos hicimos cuando ni sospechábamos lo que nos tenía guardado el destino, y me digo a mi misma que no te gustaría verme cayendo a un pozo sin fondo, y me animas a levantarme, aunque hay días que a duras penas me tengo en pie. Y con gran esfuerzo me levanto y me obligo a caminar y a seguir hacia delante. Aunque ya no es lo mismo, cuando callejeo, los paseos saben amargos y los paisajes se ven tristes, tanto como una tarde de tormenta. Y mi corazón va parando los rayos, que entran por mis sentidos y buscan sitio para seguir su rumbo, igual que yo busco el mío.
Y cuando por la noche miro la luna, igual que la mirábamos juntos, las lágrimas se escapan de mis ojos
y resbalan por mis mejillas frías, porque miro a mi lado, donde solías colocarte, y no te encuentro, ni tu mano reposa sobre mi hombro, ni me abrazas, ni me besas, ni te veo mirando las estrellas.
Entonces recuerdo aquella fotografía, la que no deja de mirarme y sueño. Sueño que sigues a mi lado, que me miras, que me sientes, que me hablas, que sigues acurrucándote junto a mi, dándome la fuerza que necesito para seguir mi camino.
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