jueves, 4 de octubre de 2007

A Minuto y medio (relato)



Apareció después de buscarlo durante mucho tiempo, justamente debajo de la vieja cómoda, que había heredado de mi abuela. A menudo solía olvidar en que lugar había colocado aquellas cosas, que no deseaba que nadie encontrara. Y con tanto empeño las guardaba que luego ni yo misma era capaz de encontrarlas. Pero tarde o temprano acababan apareciendo en los lugares mas raros o en los sitios mas escondidos.
Mi vida no era muy ordenada. Demasiadas obligaciones: familia, trabajo. Demasiada prisa y muy poco tiempo para llevar a cabo todas aquellas tareas. Con bastante frecuencia pensaba que me gustaría que el reloj tuviera cuarenta y ocho horas. Pero hubiera sido inútil, seguramente, de ser así, también habría hecho corto.

Pues la misma mañana en que encontré el anillo bajo la cómoda, al tener que agacharme para recuperarlo, me di cuenta de que justo a su lado había un sobre amarillento, raído por el paso del tiempo y lleno de polvo y suciedad. Me llamó la atención y, pensando que era algo sin importancia, lo cogí con intención de echarlo a la papelera. Pero al ver que el sobre estaba cerrado no pude reprimir mi curiosidad y lo abrí para comprobar su contenido.


Era una carta que al parecer jamás había sido entregada al correo y por lo tanto no pudo llegar a su destino. La firmaba una tal Leonor, era todo lo que sabía. Pensé que seguramente la abuela sabría de quien se trataba. La abrí con sumo cuidado para no estropearla y, dirigiéndome a la salita, me puse cómoda para leerla atentamente.

Parecía que era una despedida, pero no iba dirigida a nadie en concreto. En ella escribía lo siguiente, intentaré transcribir literalmente su contenido para que juzguéis por vosotros mismos..

“Quiero contaros a cuantos querías escucharme los motivos que me han llevado a solución tan drástica. Pero deseo que por encima de todo intentéis comprenderme y no seáis demasiado duros juzgándome. No se trata de una decisión precipitada sino de algo que he meditado y planeado minuciosamente durante mucho tiempo.
Que nadie se sienta culpable ya que cada uno somos responsables de nuestros actos y en ningún momento nadie debe cargar con las consecuencias de las decisiones que toman otros.
Y a pesar de que dentro de unos días no lo entenderéis quiero haceros saber que por encima de todo amo la vida”.











Aquel escrito me había impresionado de tal manera que, desde entonces, se convirtió para mi en una especie de obsesión, que me acompañó durante mucho tiempo; hasta que un día, algunos años mas tarde, conseguí averiguar a que se refería Leonor cuando escribió aquello.

La primera vez que le pregunté a la abuela si conocía a la tal Leonor ésta se quedó asombrada, como si algo que hubiera desaparecido de su recuerdo volviera a apoderarse de él. Pero sin ninguna duda que la conocía y, al parecer, bastante bien por el lujo de detalles que me contó mas tarde.
Leonor era una mujer que había pertenecido a una familia que, lejos de considerarse pobre, nunca había nadado en la abundancia y había tenido que atravesar momentos muy difíciles en la vida.
Como mayor de varios hermanos había tenido que ayudar siempre en casa y su infancia no había sido precisamente fácil. Pero ella, a pesar de todo, siempre se consideró una niña feliz. Claro que, entonces, todavía no sabía la clase de vida que le esperaba.
Después de un corto noviazgo se casó con un hombre que no le convenía, aunque se dio cuenta demasiado tarde. El mismo día que celebró su boda, una bonita mañana de Abril, comprendió que se había equivocado. Pero ella, seguramente influenciada por la educación que había recibido, era de las que se casan para toda la vida. Todo en su matrimonio había comenzado mal y como si se tratara de un conjunto de premoniciones, todo hacía presagiar que aquello no tendría buenas consecuencias.
No tuvo un reportaje de boda, porque al fotógrafo se le rompió la cámara fotográfica y cuántas veces durante los años que siguieron recordó aquel incidente, que sería una mera casualidad, pero que no fue sino una muestra de todas las demás cosas, que se romperían mas tarde en su vida.

Es así como, influenciada por la presencia de un marido egoísta, ególatra y vicioso, poco a poco se fue sumergiendo en un abismo que la hundió en la mayor de las miserias interiores. Se odiaba a si misma por no haber sido capaz de darse cuenta a tiempo de la clase de hombre que era. Pero era tal la necesidad que tenía de salir del hogar paterno que, ciega ante todo, creyó que había amor donde ni siquiera hubo jamás ni una pizca de cariño. Y fue precisamente durante la noche de bodas cuando la agredió por primera vez obligándola a ser la protagonista de sus fantasías.

Pero pensó, como la mayoría de las mujeres, que le pondría cambiar y decidió seguir adelante. Pero no solo no cambió, sino que cada vez se acentuaban sus defectos un poco más y era ella la que, poco a poco, se iba transformando en una mujer arisca y triste. Y mientras la ilusión de su juventud se metamorfoseaba en desesperanza ante la vida, se hundía progresivamente en un pozo que cada vez era mas profundo.


La llegada del primer hijo supuso un respiro para ella que vio un escape para su tristeza y volvió a soñar que su vida recobraba el sentido. Pero lo que al principio era una esperanza no tardó en derrumbarse a los pocos meses, cuando descubrió que con un hijo por medio, todavía era mas cruel la convivencia con su pareja. Y no es que tratara mal al niño, pero inconscientemente estaba celoso y esto le hacía sentirse tan mal que se fueron acentuando sus vicios y, lejos de corregirlos, aumentaron de tal manera que convivir con él era un suplicio.

A este primer hijo siguieron dos más, que la mantuvieron entretenida algunos años y volcándose en ellos los metió con ella en una burbuja, consiguiendo así robarle instantes de felicidad a una vida demasiado triste. Pero aquella burbuja que al principio parecía tan segura, no tardaría en romperse arrastrándolos de nuevo hacia la realidad mas dura. Los años pasaron irremediablemente y aquel hogar, lejos de mejorar, cada vez era mas hostil.


Una mañana, sin saber bien como, encontró la energía que necesitaba para afrontar sus problemas y decidió que ya era hora de pedirle a su marido que abandonara el hogar, que llevaban compartiendo trece años. Sin trabajo y con tres hijos a su cargo comenzó una andadura pesada y difícil pero desde entonces nunca mas les volvió a faltar el desayuno a los niños. Porque aunque su marido tenía una buena nómina era un ludopata empedernido y con todo hacía corto a la hora de satisfacer sus necesidades. El hecho de perder a su mujer y sus tres hijos no cambiaron para nada sus actitudes ante la vida y siguió malgastando lo que ganaba, en lugar de cumplir con sus obligaciones de padre.

Leonor se volvió una mujer dura y se vistió con una armadura que, aunque pesada, le solucionaba muchas papeletas. Y cuando el desánimo se apoderaba de ella, le venían a la cabeza aquellos días en que no podía dar de desayunar a sus hijos y esto le hacía sacar fuerzas de flaqueza para seguir luchando.


No tuvo una vida fácil y la ausencia de momentos felices la hicieron especialmente amarga. Los fantasmas de su pasado, como solía decir ella a menudo, le acompañaban constantemente y nunca durante toda su vida la dejaron en paz. Acostumbraba a decir que su vida era como una película de terror que cuando crees que el fantasma ha desaparecido para siempre, éste vuelve a sorprenderte poniendo su mano sobre tu hombro. Y siempre terminaba apareciendo el malo de la película para emprender la lucha contra ella.

Leonor había generado una especie de habilidad para presentir los peligros, los sentía de lejos y esto le permitía ponerse en guardia y preparar la defensa. A menudo se sentía intranquila y nerviosa sin causa aparente y siempre unos días después tenía algún percance.





Había sido demasiado tiempo de convivencia dura y acostumbrada a los sobresaltos que protagonizaba su marido, había sido capaz de analizar los síntomas que preceden a la batalla para adelantarse a ellos y que no la cogieran por sorpresa.
De la misma manera y con la misma intuición aprendió a analizar los síntomas que preceden a las batallas cotidianas para tomarles la delantera y que no le dieran un susto.
Después de separarse de su marido estuvo por lo menos cinco años sin salir a divertirse, tal era el sabor amargo que le quedó de su matrimonio. Tenía demasiadas cosas que olvidar y a la vez demasiadas cosas que recuperar que le habían sido robadas.
Pero todavía tenía recientes en el recuerdo aquellas imágenes que le atormentaban cada día; recordaba cómo cada tarde a eso de las cuatro debía despertarle, ya que trabajaba en el turno de noche y se levantaba de dormir a esa hora, y para ello la mayoría de los días debía abrirse de piernas y satisfacerle para que luego no montase ninguna bronca. Claro que algunas tardes no funcionaba ni siquiera eso ya que organizaba jaleos igualmente.

Le costó años olvidar el miedo que le hizo pasar por culpa de su carácter, pero poco a poco se fue haciendo a la idea de una vida mejor y comenzó a luchar por ello. Gracias a un amigo empezó a afianzarse en el mundo laboral y así, poco a poco fue mejorando su vida y la de sus hijos. Pero los viejos fantasmas la seguían de cerca con la intención de no dejarla en paz por el resto de sus días.

Yo no conseguía entender el énfasis que mi abuela ponía al contarme esta historia, le miraba a los ojos y veía que sentía desde el corazón aquello que me estaba contando. Me daba la sensación de que lo sabía de primera mano, probablemente ella y Leonor habían sido muy buenas amigas. Efectivamente sabía cosas demasiado íntimas de aquella mujer, y solo una muy buena amiga le hubiera hecho partícipe de tales acontecimientos.


Hablé con mi abuela de todo aquello durante largas tardes y tal empeño ponía, ella en hablar y yo en escuchar, que llegamos a hacernos adictas a aquellas conversaciones. A veces, cuando me hablaba, sentía que se le enrasaban los ojos y tenía que permanecer callada algunos instantes, luego tragaba saliva, respiraba hondo y secándose disimuladamente los ojos seguía hablando; por supuesto yo hacía como si no me diera cuenta para no restar emotividad a esos momentos.


No cabía la menor duda de que Leonor había sido una mujer muy cercana a ella. Y aunque a menudo le preguntaba por ello se negaba a responder ó se evadía yéndose ágilmente por las ramas.

Una fría tarde de primavera refiriéndose a Leonor comenzó a hablarme de sus hijos. Porque Leo, como ella la llamaba, había tenido tres hijos que tampoco lo tuvieron nada fácil en la vida por las circunstancias en que se desarrollaron sus primeros años.






Leonor no es que fuera una mujer que justificara a sus hijos cuando tenían comportamientos inadecuados, pero ella que sabía lo mal que lo habían pasado, los comprendía, aunque también entendía que eran demasiado egoístas y que, casi nunca, se preocupaban de ella. Pero en esos momentos le venían a la cabeza los difíciles años de su infancia y los perdonaba una y otra vez. Ella había tenido que trabajar mucho y por eso ellos habían estado demasiado tiempo solos. En el fondo se sentía culpable y no se daba cuenta de que poco a poco se le estaban apoderando.


Israel, su hijo mayor, había terminado por entenderla y apoyarla , eso si a partir de los veinte años; Joel el pequeño le dio bastantes quebraderos de cabeza pero se marchó a vivir con su hermano mayor y cambió de un modo espectacular su comportamiento en general y también con respecto a ella. El mediano, Francisco, merecería un capítulo a parte ya que fue siempre el hijo de los traumas y de los problemas y aunque Leonor intentó darle todo su cariño, éste no supo apreciarlo y con frecuencia le reprochó a su madre que nunca lo había querido, lo cual no era cierto en absoluto.


Francisco protagonizó muchas escenas surrealistas en un hogar demasiado incomodo para él. Y lejos de madurar con los años permaneció para siempre en ese límite que separa la niñez de la edad adulta, siendo un eterno niño para lo que le convenía y negándose a asumir las responsabilidades que eran propias de su edad; ya de niño había comenzado a frecuentar compañías nada deseables que le torcieron de una manera irremediable y le condujeron al final trágico que terminó con su vida. Por entonces ya nada tenía importancia para Leonor. A menudo recordaba el día en que comprendió que su hijo estaba hundido en la miseria física y moral y que ya nada ni nadie sería capaz de ayudarle a salir de aquella maraña en que se había convertido su vida.

Y cuando mi abuela recordaba aquellas cosas se le enrasaban los ojos y sus pupilas empezaban a temblar. Un día me enseñó unas fotografías de los hijos de Leonor aunque jamás me dijo cómo habían llegado a ella; las acarició y besándolas suavemente prorrumpió en un llanto tan amargo que llegué a pensar que su vida corría peligro. Después de un rato secó sus lágrimas y volvió a guardar las fotos en el cajón de una vieja mesilla de noche. No respondió a ninguna de mis preguntas y yo quise respetar su silencio corroborando mi actitud con un fuerte abrazo.

Solamente semanas mas tarde me contó algo que me hizo pensar que aquellas fotos tenían mucho que ver con la vida amarga de su amiga Leonor. Y se refirió precisamente al día en que su amiga comprendió que había perdido a su hijo Francisco para siempre.


Alertada por una carta Leonor se había personado en la vivienda que ocupaba Francisco y que había abandonado unos días antes. Y lo que vio aquella tarde se le quedó impreso en sus pupilas para el resto de su vida. Acompañada por un amigo y guiada por la luz de una linterna, ya que el suministro eléctrico le había sido cortado, no daba crédito a lo que tenía delante de los ojos pareciéndole estar viviendo una pesadilla horrible, de la que se empeñaba en despertar, sin conseguirlo. Aquello era la cruda realidad que había acompañado a Francisco los últimos días de permanencia en aquella casa y, no conseguía entender como había sido capaz de llegar a aquella situación límite, ni qué motivos le habían empujado a vivir sumido en la peor de las miserias, siendo que tenía un buen trabajo.


Y aunque su cabeza presentía lo que estaba ocurriendo, su corazón se negaba a aceptarlo. Los restos de comida y botellas vacías que encontró en aquella casa, lo mismo que la suciedad y la barbarie que reinaba en todos los rincones, no eran mas que una muestra diminuta de la miseria a la que había llegado su hijo. Los muebles destrozados se convirtieron aquel día en un cruel icono que la acompañaría para siempre. Con el alma destrozada y hecha jirones se fue de la vivienda que había sido su hogar ,y el de sus hijos, durante mas de veinte años. Pero quedaban ya muy lejos los años en que aquella morada había parecido el hogar digno de una familia normal.

Y junto con las fotografías de los hijos de Leonor había una carta que mi abuela conservaba con cariño, se la había dado Leonor, según me dijo, un día en que se encontraba tan triste que hubiera hecho una barbaridad con tal de dejar de sufrir. Pero era una mujer luchadora y a pesar de que no le quedaban demasiadas fuerzas siguió su lucha por conseguir esa pizca de felicidad que le correspondía.





La carta decía así: “

“Nunca hubiera imaginado que algún día te escribiría midiendo cada palabra, con la precaución de quien acaricia suavemente un pájaro herido para no hacerle daño.
Los acontecimientos ocurridos estos últimos años han precipitado este momento, en que me veo en la necesidad imperiosa de hablarte, en un intento desesperado por recobrar tu cariño.
Con la cabeza despierta y el alma herida me he preguntado en infinitas ocasiones porqué; pero, como siempre que me he hecho esta pregunta, también en ésta quedará sin respuesta. En cualquier caso he intentado averiguar estos últimos meses qué hubiera sido de nuestras vidas en caso de transcurrir por derroteros diferentes. Y no consigo saber en qué momento tu cariño dejó paso al odio y tu dulzura al más agrio carácter.

Se ha levantado entre ambos un muro frío e insalvable que dudo, aunque no pierdo la esperanza, que pueda derrumbarse algún día. Ninguno de los dos elegimos nuestro destino porque la vida ha sido especialmente dura para ambos, no solo para ti , como te empeñas en creer.
Pero que lejos quedan esos días en que te colgabas de mi cuello, me regalabas con toda clase de mimos y rodeándome con tus brazos me llenabas de besos. Ahora tu ostracismo, cada vez mas hermético, ha acabado rompiendo la magia de aquellos años que me temo, no van a regresar nunca.
Pero ¿de verdad creías que era insensible a tus penas?¡de verdad creías que no me lamentaba, viéndote caminar por la cuerda floja de la vida, sabiendo los peligros que te amenazaban, sin poder hacer nada por evitarlo?.¿De verdad ignorabas las lágrimas que vertía por ti?
La vida no era fácil para ninguno y en lugar de apiñarnos para luchar juntos, preferiste librar en solitario tu especial batalla, en la que cada vez que empuñabas las armas de la autocompasión te hundías mas profundamente en tus desdichas. Estuviste a punto de destruirme pero no pudiste acabar con mi entereza. Porque ¿cómo imaginas que me sentía cuando regresabas a casa de trabajar y estampabas contra la pared la comida que con tanto cariño te preparaba? Que no eran manjares, lo reconozco; pero era lo mejor que podía darte. ¿Cómo crees que me sentía al ver tu insensibilidad que me trataba como al felpudo a la puerta de una casa?
Te conozco mejor que nadie, no intentes negarlo y se de sobras cómo eres. Lo se, no ha sido fácil para ti y por eso debes aprender a luchar. No tienes que darme tu cariño, ya que no lo sientes; ya he aprendido a conformarme. Pero ¿sabes una cosa? nunca te dije lo orgullosa que estaba de ti. Quizá fue por eso que te volviste silencioso y comenzaste a tratarme con desdén.
Pues ya lo sabes: estoy orgullosa de ti. Porque se que a pesar de las dificultades estás intentando aprender a volar. Y se que en el fondo me quieres del mismo modo que se que no sentías lo que solías decirme para herirme. ¡Cómo no voy a saberlo!

Piensa que la vida es a menudo como uno de esos bombones de menta y chocolate. Que el sabor dulce del chocolate unido al ácido de la menta es capaz de provocar un sabor exquisito. Yo también he tomado entre mis manos uno de esos bombones y mientras lo saboreaba se me ha antojado soñar que tomabas mi mano entre tus manos, como cuando eras pequeño, para volver a compartir conmigo ese sabor de tu infancia, cuando todavía me querías. Porque ¡si! ha llegado el momento de revelarte, querido hijo, que esta carta ha sido escrita para ti. Y para ti, toda la felicidad. Tu madre.”

Después de leer aquella carta no conseguía desatar el nudo que me aprisionaba la garganta. Le di mil vueltas intentando entender los sentimientos de una madre que se había visto obligada a escribir algo tan estremecedor a su hijo. Sin duda aquello lo hizo en un intento desesperado no solo de recobrar su cariño sino de salvarle la vida.




Pero los acontecimientos que habían precipitado el fatal desenlace comenzaron a suceder demasiado deprisa, como en una huía imparable que ya nadie ni nada hubiera sido capaz de detener.
Aquella escena dantesca, que hacía pocos meses había presenciado en la que había sido su casa, no fue nada más que una premonición de lo que ocurriría mas tarde. Para entonces Francisco estaba demasiado hundido en su miseria para ser capaz de levantarse y sobrevivir.
Por aquella época, según me dijo mi abuela, Leonor ya no vivía en su ciudad natal sino en un pueblecito del Pirineo del que no recuerdo el nombre, a donde se había ido a vivir junto con su hijo Joel en busca de una vida mejor. Y aunque su vida había mejorado mucho, y los viejos fantasmas del pasado la seguían persiguiendo, su alegría no era completa porque la espina de ver a Francisco hundido en el horror no le permitió conseguir jamás sentirse plenamente feliz. La impotencia que sentía al ver que no podía hacer nada por él le hacía sentirse tan mal que no hubiera reconocido la felicidad aunque se le hubiera personificado frente a ella.

No mucho tiempo después de que Leonor tuviera que presentarse en su viejo piso y se diera cuenta de lo desgraciado que era Francisco, éste falleció consecuencia de una fatal accidente de trabajo. Según tiempo mas tarde le había comentado su encargado, aquella mañana su hijo no se encontraba en condiciones optimas para trabajar ya que tenía demasiada fiebre, pero nadie fue capaz de convencerle de que regresara a su casa para meterse en cama.

Al parecer tenía demasiadas deudas y necesita hacer esas horas extras y muchas mas para pagar a sus acreedores. Cuando se encontraba bajando a una de las calderas para realizar trabajos de soldadura en su interior, tuvo un mareo que le precipitó al vacío y, como no acostumbraba a ponerse los arneses, la fatal caída le produjo una fuerte traumatismo que acabó con su vida casi instantáneamente. Al funeral acudieron todos los compañeros de trabajo que dieron muestras de estar afectados seriamente, se notaba que le querían. Leonor sintió entonces una especie de satisfacción en medio de su dolor al darse cuenta de ello.

Cuando al terminar el funeral estaban esperando junto al crematorio para asistir a la incineración, se le acercó uno de los compañeros de Francisco, la abrazó y le entregó un sobre con algo dentro. Mientras le hacía entrega de aquello le dijo que le devolvía algo que un día Francisco le prestó cuando se vio en un apuro. También le dijo que le hubiera gustado devolvérselo antes pero que le había sido imposible. Y añadió que Francisco a menudo se juntaba con gente que le estaba haciendo mucho daño pero que era una buena persona y tenía un gran corazón, que era capaz de quedarse sin comer por ayudar a un amigo. En aquel sobre había algo de dinero, pero eso ya no tenía importancia.

Leonor sabía aquello porque conocía el alto valor que su hijo daba a la amistad, en eso se le parecía a ella, y sin duda esa cantidad de personas que asistían a su funeral era buena muestra de ello. En medio de su dolor fue capaz de esbozar una sonrisa para agradecer a todos ellos su presencia.
Leonor era una mujer dura y aunque tenía muchas ganas de llorar por su hijo, se tragó las lágrimas y procuró estar con los cinco sentidos para aprovechar hasta el último instante. Debía hacerlo ya que no volvería a ver a Francisco nunca más. El emotivo adiós de aquella despedida se le quedó grabado en su retina para siempre.
Días mas tarde acudió a Bielsa, donde habían pasado sus vacaciones estivales en algunas ocasiones, para esparcir las cenizas acompañada de algunos familiares y amigos.
Cuando estaban a punto de llegar a los llanos de” La Larry “ de repente rompió a llorar. La gente que la conocía supo entonces que en ese momento ella le estaba viendo corretear por aquellas praderas, como cuando era pequeño y le gustaba subir a los montes y la euforia del oxígeno le hacía reír constantemente. Luego se calmó y tan solo hizo un comentario: “que injusta ha sido la vida contigo hijo mío, te quiero”. Instantes mas tarde sus cenizas fueron trasportadas por el viento por toda la pradera.
Luego se quedó ensimismada durante mucho rato, como ajena a cuanto le rodeaba,
Y tal era su abstracción, que los que le acompañaban se vieron en la necesidad de darle un meneo para que volviera en sí. Seguramente durante aquellos minutos pasaron por su corazón miles de escenas de recuerdos que tenían que ver con Francisco. Pero sobre todo le vendrían a la cabeza recuerdos de un niño cariñoso y amable que un día dejó de serlo. Y se estaría preguntando si había hecho todo cuanto podía para evitarlo. Y como en otras ocasiones esta pregunta habría quedado sin respuesta.

En medio de todo sentía una extraña paz por Francisco, imaginando la clase de vida que había llevado y lo infeliz que había sido, ahora ya descansaba en paz y seguro que su lucha y su fracaso habría servido para algo ¡quien sabe!

Mi abuela se entristecía por contarme todas estas cosas y en varias ocasiones estuve a punto de dejar el asunto en el punto que estaba y olvidarme de todo. Pero la carta amarilla me venía a la cabeza y me preguntaba a mi misma en que momento de su vida Leonor la habría escrito. Así que la dejé descansar un tiempo y semanas mas tarde, cuando vi que había recobrado su fuerza, retomé el hilo de la historia. Mi abuela que se sentía con ganas de hablar no puso objeción alguna, al contrario, parecía que deseaba seguir con todo aquello tanto como yo.
En esta época ella vivía en Cádiz, donde había fijado su residencia años atrás, y yo le hacía constantes visitas; en realidad acudía a visitarla siempre que podía porque me encantaban las playas gaditanas. Mi padre era un hombre ocupado por aquellos años ya que acababa de comprar una empresa y no tenía demasiado tiempo para ir a ver a su madre, así que delegaba en mí tal obligación que yo cumplía gustosa. Disfrutaba hablando con mi abuela y escuchando sus relatos pero casi siempre terminábamos hablando de Leonor.

Yo, que cada vez estaba mas sorprendida, necesitaba saber cuanto antes cómo había terminado todo aquello y qué habría sido de Leonor. Pero mi abuela, que tenía la extraña habilidad de irse por los Cerros de Úbeda cuando no quería hablar de algo, alargaba mas y mas el momento de responder a todas mis preguntas.
Pero la sorpresa me la llevé cuando un día, al regresar a casa de mi padre, éste me dijo que su madre había vivido unos años en un pueblo del Pirineo, a donde se había ido en un intento desesperado de encontrar la paz y la mejora en su calidad de vida. Era posible que allí conociera a Leonor y entablara amistad con ella, porque según investigué después se trataba del mismo pueblecito donde estaba viviendo Leonor.

Después de saber todo esto pasé una larga temporada sin ir a Cádiz por motivos laborales, mi padre me necesitaba en la empresa y pasé unos meses ayudándole. Pero en cuanto me pude escapar no me lo pensé dos veces. Era ya hora de regresar a Cádiz para ver a mi abuela. Y al mismo tiempo que retomé mi tesis doctoral, retomé también las conversaciones tan entrañables que fueron de nuevo mi delicia de aquellos días.

Entonces supe que el ex marido de Leonor había fallecido unos meses después de Francisco, como consecuencia de un accidente de tráfico. Y como si el destino se riera de

Leonor que había estado tantos años llena de privaciones, en un momento en que ya no necesitaba ayuda económica de nadie le llovía del cielo una pensión íntegra de su ex marido ya que nunca se llegó a divorciar de él. La vida se le rió en las narices a ella, que había pasado penalidades para conseguir que en vida le pasara la pensión de sus hijos. Y como si la vida con su ironía mas cruel quisiera mofársele en la cara le entregaba su dinero cuando ya no le hacía falta.

Pero aquella pensión le daba náuseas así que tomó la decisión de abrir una cuenta a favor de sus dos hijos para que el día de mañana se repartieran a partes iguales aquel dinero ya que en justicia les pertenecía. Leonor no acudió al funeral porque le parecía una hipocresía rezar a alguien que le había hecho tanto daño siendo la causa primera de todos sus males, incluso de la muerte de su querido hijo.
Sus hijos tampoco acudieron por voluntad propia, aunque ella insistió que era su padre y le debían un último adiós. Sin embargo le fue imposible convencerles; decidieron permanecer junto a ella aquel día que para los tres suponía una liberación de dolor y una cura para las heridas profundas que les había provocado.

Según le dijeron mas tarde solo una decena de personas le rindieron el último homenaje; esto, aunque parezca cruel el decirlo, les lleno de una extraña satisfacción y pensaron que cada cual tiene lo que se merece y que al final la vida hace justicia haciendo pagar a cada uno el justo precio.
La vida desde entonces comenzó a ser mas serena para ella y sus hijos ya que el principal causante de casi todos sus sobresaltos había desaparecido para siempre.

Mi abuela después de contarme esto guardó unos minutos de silencio, como queriendo contener unas lágrimas que finalmente decidió tragarse mientras respiraba hondo. Le pregunté por los hijos de Leonor y me contó que eran hombres de bien, que habían formado sendas familias y que ambos tenían dos hijos; que entre ellos había nacido una extraña compenetración y cariño desde el fallecimiento de su hermano. Era todo lo que siempre había deseado su madre y por fin al verlos tan felices juntos ella, se sentía la mujer mas feliz de la tierra, era para ella como estar a minuto y medio de la felicidad nuevamente…solo a minuto y medio.

Pero como mi mente la tenía en la carta amarilla, no hacía mas que insistirle a mi abuela para que me sacara de todas mis dudas, pero ella, que era obstinada como una mula, se empeñaba en alejar mas y mas el momento de hacerlo. En alguna ocasión me pareció que estaba a punto de contarme lo que yo mas deseaba pero en el último instante siempre se echaba atrás. La rabia se me apoderaba del cuerpo y de la mente y no hacía mas que repetirme a mi misma que debía tener paciencia si quería sacar algo en claro y que al final la abuela terminaría por contarlo todo.
Es posible que tuviera alguna razón para guardar silencio y yo debía respetarla. No me quería decir si Leonor estaba viva o muerta, ni en que época concreta había sucedido todo aquello, seguramente no podía hacerlo o quería reservarse el desenlace, por decirlo de alguna manera, para un momento mas apropiado.

Mi padre me había contado en varias ocasiones que su madre tenía estanterías llenas de libros y que a veces dentro de las hojas de aquellos libros guardaba folios manuscritos de cuando era joven; como si me disfrazara de investigador privado me dediqué a revisar todos los estantes de su biblioteca para intentar encontrar algo que me diera alguna pista.

Cada día, mientras ella dormía la siesta, me adentraba en la oscura biblioteca, abría un poco las cortinas de raso y comenzaba a husmear por todos aquellos libros. Como a ella le gustaba tanto leer, encontraba tanto por donde mirar que me parecía que jamás conseguiría mi propósito. Pero una noche que me tuve que levantar de madrugada acosada por una fuerte sed, me llevé una soberana sorpresa cuando vislumbré luz en la biblioteca y vi cómo mi abuela hojeaba uno de sus libros con sumo cariño. Al notar mi presencia cerró el libro precipitadamente y creyó que lo escondía, pero yo, que tenía verdaderas ganas de resolver aquel enigma, me di perfecta cuenta de donde lo había puesto. Así que esperé su próxima siesta y entrando en la biblioteca fui directa al lugar donde según mi intuición encontraría el libro. Mi sorpresa fue entonces mayúscula porque el libro había desaparecido. Es probable que aquella misma noche ella volviera a levantarse presa de uno de sus habituales insomnios y, temerosa de que yo lo encontrara, lo guardo en un lugar mas seguro.

Pensé que sería mejor olvidarme de todo aquello por algún tiempo, así que me dediqué entonces a dar paseos por la playa, a sentir en mi piel la brisa del mar y la caricia de las olas. Leía durante horas sentada en las rocas observando de vez en cuando ese paisaje privilegiado. Desde niña había emulado a mi padre, que leía cada día antes de acostarse durante una hora y había adquirido la costumbre de hacerlo si no a diario, si con la frecuencia de una lectora asidua. Así que durante aquellos días, de descanso en mis pesquisas, no encontré nada mejor que hacer que dedicarme a esa reconfortante costumbre.
Mi abuela llegó a pensar que me había olvidado del tema, incluso, porque una mañana, cuando me estaba preparando para dar mi paseo habitual, se acercó a mi y me reprochó que ya no me interesaban sus historias. Entonces me di cuenta de que había llegado el momento de retomar la conversación, en el punto que había quedado en suspenso.

Al día siguiente, mientras tomábamos café sentadas cómodamente en las hamacas del jardín, me preguntó algo que me dejó atónita; quería saber qué opinaba de Leonor y si me parecía, por lo que ella me había contado, que se trataba de una mujer corriente. Y de una cosa estaba convencida y así se lo hice constar, que Leonor podía haber sido cualquier cosa excepto una mujer corriente.

Mi abuela, que llevaba viviendo sola algunos años, tampoco era una mujer corriente y yo me sentía orgullosa de ella porque había pasado su vida luchando por lo que creía; una mujer adelantada para su época que temía estancarse y que hizo todo lo posible para no hacerlo. Tolerante por encima de todo acostumbraba a decir que a las personas hay que aceptarlas como son y no como quisiéramos que fueran.
A menudo me había preguntado porque una persona afable como ella había decidido permanecer sola durante tantos años ya que seguramente no le habrían faltado admiradores dispuestos a conquistarla. Pero ella era una mujer exigente y seguramente no encontró a nadie que la mereciera o si lo encontró no pudo quedarse con él ¡quien sabe!

Leonor, igual que ella, tampoco rehizo su vida aunque en una ocasión, según me contó mi interlocutora, creyó que había encontrado al hombre de su vida aunque el romance no llegó a buen término. En una época en que sus cicatrices estaban curadas y casi se había olvidado del daño que le habían hecho otras personas, creyó sinceramente que merecía otra oportunidad, pero era tal el miedo que tenía de que todo volviera a salir mal que con frecuencia se bloqueaba al entablar relaciones con otros hombres, era como si se hubiera negado a sí misma el permiso para volverse a enamorar.

Sin embargo en aquel pueblecito del Pirineo, al que se había ido años atrás, encontró un hombre diferente a cuantos había conocido; de repente supo que acababa de encontrar a quien siempre había estado buscando. Comenzó entre ellos una rara amistad de roce y cariño que duraría mucho tiempo pero que se quedó estancada en el ámbito de amistad y que nunca, por expreso deseo de ambos, pasó a más. Ella que se había enamorado como una colegiala supo desde el principio que aquel hombre nunca se enamoraría de ella; la cruel verdad de aquella amistad, paradójicamente, fue que estaban tan bien juntos que hubieran permanecido así el resto de sus vidas, pero se habían propuesto conservar su independencia a toda costa, él por su situación personal y ella por el terrible temor a que todo saliera mal.
Junto a él pasó los momentos mas deliciosos y felices de su vida. Leonor que a menudo se sentía embadurnada de estiércol, cuando estaba con él se abstraía de tal manera de sus horas amargas que casi conseguía estar a minuto y medio de la felicidad mas absoluta, a minuto y medio porque después de aquellos encuentros ella debía volver a los enfrentamientos de su vida cotidiana.

Y un día, cuando el menor de sus hijos se hizo mayor y se marchó a vivir con su hermano, ella se sintió tan terriblemente mal , tan sola y tan cansada de vivir que decidió tomó una decisión tan drástica como abandonar la vida para liberarse de todos sus males , sin embargo no se rindió y una vez mas decidió volver a empezar. En esta época probablemente sería cuando habría escrito la carta que encontré en la vieja cómoda.

Pero, como muy bien había escrito en ella, Leonor amaba profundamente la vida y sería este amor el que la frenara en su intento desesperado por dejar de sufrir. Y en lugar de desaparecer de este mundo para siempre decidió alejarse y vivir en un lugar escondido, lejos, muy lejos de todos aquellos lugares que le recordaban su pasado.

A menudo ella había dicho que algún día desaparecería para encontrar la paz. Así que a nadie le sorprendería su desaparición.
En este punto el relato de la abuela quedó en suspenso ya que se sintió mal repentinamente y debí acompañarla a su habitación para que se acostara. Con frecuencia se mareaba ya que su tensión era extremadamente baja así que no le dimos importancia, pero al ver que pasaban las horas y no mejoraba comencé a preocuparme y decidí llamar al médico. Éste me dijo que estaba francamente mal, no se trataba de un mareo. Ella, que los últimos años se había debilitado paulatinamente, se estaba quedando sin fuerzas hasta el punto de hacernos temer por su vida. Llamé a mi padre que en pocas horas se presentó en Cádiz. Enseguida telefoneó a mi tío para que acudiera cuanto antes ya que temía un desenlace inminente.
A la mañana siguiente empeoró sensiblemente y aunque casi no tenía fuerzas consiguió decir unas palabras dirigidas a todos nosotros. “He amado la vida con todas mis fuerzas y os he querido a todos con toda el alma, me siento feliz por no haberme rendido en la lucha; no dejéis nunca de luchar y si alguna vez tenéis la tentación de daros por vencidos recordad que esta mujer una vez quiso dejar este mundo y no lo hizo porque sabía que seguramente estaba a minuto y medio de conseguir la felicidad”.

Minutos después ella dejó este mundo con la misma naturalidad con que a veces decidía dar un paseo por una de sus queridas playas.
Me quedé atónita; si me hubieran pinchado en ese momento no me habrían sacado sangre.
Comencé a llorar desconsoladamente abrazándome a mi padre. Cuando pude reaccionar y me di cuenta de lo extraordinaria que era mi abuela comprendí que con aquella despedida estaba diciéndome algo. Miré sobre su mesilla y vi aquel libro que creí escondido durante tanto tiempo. ¡como no se me había ocurrido! Seguramente había estado allí siempre y yo, buscando siempre por lo mas difícil, no me había dado cuenta de que tenía la solución de todas mis dudas a la altura de mis manos.
Lo cogí entre las manos y lo guardé celosamente igual que se guarda un tesoro. Esperé a que se celebrara el funeral y sus cenizas se esparcieran por su querido Pirineo, según había sido siempre su expreso deseo. Unos días mas tarde, cuando ya había recobrado la serenidad y me sentí con fuerzas decidí que había llegado el momento de abrirlo; estaba segura de que dentro de las hojas de aquel libro estaban las respuestas a todas mis dudas.
En su interior, como escondida ó protegida, había una carta escrita a mano. Comencé a temblar al mismo tiempo que unas lágrimas se escapaban de mis ojos; aquella carta estaba escrita con rasgos idénticos a los de la carta que yo conservaba hacía tiempo, desde el mismo día que la encontré en la vieja cómoda. Pero la carta de la abuela era posterior a aquella primera y en ella estaba la clave de todo lo que me había preocupado los últimos meses.
La carta decía así:
“Por una vez más he decidido seguir adelante en mi lucha y volver a empezar de nuevo y, como no me siento con fuerzas de seguir en el Pirineo, me voy lejos, donde nadie pueda saber de mí jamás. Estas tierras me traen demasiados recuerdos que, por dolorosos unos y gratificantes otros, quiero olvidar para siempre. Hace unos días estuve a punto dar una solución drástica a todos mis males, pero en el último momento me eché atrás, pensé que no era justo que nadie sufriera por mí. He estado muchas veces a minuto y medio de conseguir la felicidad pero finalmente no ha podido ser. Enamorada de un hombre que no merezco no me veo con fuerzas ya de querer convivir nunca con ningún otro, así que me voy lejos para que la distancia cure mi dolor y si algún día, él quiere volver a verme seguro que podrá encontrarme allá dondequiera que voy. De momento no quiero decir a donde me dirijo, necesito encontrarme a mi misma para hallar la paz, así que nadie me busque y el día que esté preparada para retomar mi vida es posible que os lo haga saber. De ahora en adelante me llamaré Leonor para que este nuevo nombre sea el testigo de que quiero comenzar de nuevo.
No me olvidéis nunca y sabed que por encima de todo amo la vida .Leonor”


Y como si acabara de encajar la última pieza de un gigantesco puzzle, de repente todo tuvo sentido. Recordé el énfasis con que ella me relataba todo aquello y entonces tuve la certeza de que me había estado contando su vida. La única incógnita que quedará siempre sin solución es porque ambas cartas no fueron echadas al correo. Pero mi abuela a veces acostumbraba a escribir cosas que luego rompía o tiraba. Quizá pensó que las había roto o quizá se olvidó de ellas ¡quien sabe! Eso ya no tiene importancia.

Yo no había nacido todavía cuando ella se marchó pero mi padre me contó que dos años después de que todos la dieran por desaparecida salió de su silencio y volvió a ponerse en contacto con sus hijos. En cuanto al hombre de sus sueños no supe nunca con certeza si volvió a saber de ella, pero de lo que estoy segura es de que, sabiendo como era mi abuela, no lo olvidó jamás ni dejó de quererlo. Y, ahora que lo pienso, en una de mis visitas a Cádiz escuché un comentario de unas viejecitas que me hizo pensar que mi abuela no estaba sola, o al menos tan sola como todos creíamos. Pero igual fueron imaginaciones mías ¡quien sabe!
De una cosa si que estoy segura y es que mi abuela seguro que al final consiguió la felicidad porque, después de haber estado tanto tiempo a minuto y medio de alcanzarla, nadie mejor que ella se la merecía.
Después de que hubiéramos cerrado el piso de Cádiz, regresé al hogar, junto a mis padres y seguí siendo la misma mujer desordenada y ocupada de siempre. Cuando hube terminado mi tesis doctoral me fui a trabajar a la empresa de mi padre y me compré un pequeño apartamento. Ahora vivo sola. Bueno no totalmente sola, ya que cuando compré mi casa me llevé conmigo la vieja cómoda que un día heredé de mi abuela. Y cada vez que la miro me acuerdo de ella y una sonrisa se dibuja en mis labios…..una eterna sonrisa …


Sofía Campo Diví
Febrero de 2006



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estupendo relato, Sofi. Estaba leyendo con más detenimiento tu blog y me has sorprendido con este fantástico relato. Me lo he tenido que leer de un tirón. Felicidades.
Voy a "presentarte" en sociedad ante mis "amiblogs".

Sofía Campo Diví dijo...

Muchas gracias por tu comentario y gracias por difundir mi blog; la verdad es que lo hago con cariño y con los pocos conocimientos que tengo de cibernáuta. un saludo Sofi