Va pasando el tiempo y la costumbre a la soledad se va a acomodando en mi vida. Me estoy acostumbrando a sentir sus pisadas por el pasillo, a creerle cerca, incluso a sentir su respiración cerca de mí. Me estoy acostumbrando a sentir el abrazo de cada noche, cuando rendido por el cansancio, se abrazaba a mí y se acurrucaba como un chiquillo. Me estoy acostumbrando a ver la mesa con un solo plato, a contemplar la terraza vacía. Ya nadie ordena papeles en la mesa de madera, ni almuerza al sol que más calienta. El sofá medio vacío, donde apoyaba su cabeza en mi hombro, también se está acostumbrando a no sentirle cerca. Y es que el tiempo pasa y, como tampoco puedo hacer otra cosa, no me ha quedado más remedio que acostumbrarme a lo que nunca estuve preparada, a la soledad.
Tengo ocho hermanos, soy madre de tres hijos, y nunca me paré a pensar a lo largo de mi vida cómo sería la vida sin tener a nadie al lado. Y la respuesta es acostumbrarse a lo que no estuvimos preparados, a aquello para lo que nadie estudia y para quien tenemos que rendir cuentas cada día.
Pero a pesar de tanta soledad, no puedo evitar sentirle en cada gesto que hago y escucharle en cada silencio que me rodea, y verle en cada rincón, porque sigue vivo en mi recuerdo, acurrucado en un rincón del corazón, contemplando de reojo mi soledad, como él jamás hubiera imaginado.