Había pasado una noche intranquila, sin dejar que el sueño le venciera por completo, cuando a la mañana siguiente oyó trucar en la puerta de su habitación y apareció una mujer con la bandeja del desayuno, creyó que había sido transportada a otra época, donde todas las personas, que iban a cruzarse aquel día en su camino, eran perfectas desconocidas. Supuso que todo era fruto de su cansancio y que el hecho de haber dormido poco aquella noche, le empujaba a un mundo donde la realidad se confundía con la ficción. De ahí que desconociera cuanto se hallaba a su alrededor.
Pasaban las horas sin que ella pudiera salir de su letargo y cuando miraba a través de la ventana, era incapaz de entender cuánto veía. Ni tan siquiera entendía la presencia de aquel retrato en su mesilla. Una fotografía que observaba insistentemente, mientras intentaba comprender por qué estaba allí; se trataba de una mujer joven, que no recordaba, con tres niños, que pudiera que fueran sus hijos y a quienes tampoco era capaz de recordar.
Un niño de unos nueve años llamó aquella mañana a su puerta. ¿Puedo entrar abuela?, le preguntó, y cuando lo tuvo ante sí, el corazón le dio un vuelco, pero al instante siguiente, cuando le miró de nuevo, solo vio un desconocido. Se alteró por esa extraña sensación, como si pasara de la conciencia a la inconsciencia, donde las personas le eran a veces familiares, pero otras, grandes desconocidas, donde era incapaz de interpretar sus recuerdos, llenos de seres y acontecimientos que se le escapaban de la mente, como si fueran historias vividas por otras personas, que se hubieran metido en su cabeza para atormentarla. Mientras, el niño jugueteaba y le hacía cariñosas carantoñas que no podía entender y que observaba desde la indiferencia más absoluta.
La había llamado abuela y no sabía el significado de esa palabra, pero con toda seguridad era algo bueno, a juzgar por lo feliz que veía al chiquillo. De repente se colocó ante ella, le miró a los ojos, y una sensación extraña se coló a través de sus pupilas. Luego, el vago recuerdo de una habitación, donde había una cuna y un niño, que ella cogía tiernamente entre sus brazos. Unos segundos fugaces que olvidó en cuanto dejó de mirarle.
Cuando las lagunas de su memoria se lo permitían, recordaba que había tenido una vida, que sus hijos la adoraban y sus nietos la habían colmado de alegrías, y que no siempre estuvo en la penumbra. Entonces las lágrimas se abalanzaban desde sus ojos, y como queriendo conseguir una tregua en su condena, imploraba que aquellos instantes no volvieran a desaparecer. Pero la vida cruel le negaba el indulto a su oscuridad, porque acto seguido se volatilizaban sus recuerdos, dejando tan solo aquellas lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Al sentir humedad en su rostro, pasaba sus manos bajo los ojos, y restregaba su cara con firmeza, como si sintiera, desde su inconsciente, que le habían arrebatado algo profundamente querido. Eran escasos momentos, que pronto pasaban al olvido pero que, quizás, le daban la única razón para seguir despertando por la mañana, aunque ella no lo recordara. Seguía mirando el retrato de su mesita de noche, como si fuera la única unión con su pasado, sin recordar que efectivamente lo era.
Segundos después, volvía a mirar por la ventana y como un relámpago fugaz, que se mete por la ventana y sale por la puerta, una sensación extraña entraba en su corazón para perderse después en su memoria. Mirando el retrato de frente entendía, aunque fuera por unas milésimas de segundo, que ella era la mujer de la fotografía, con sus tres hijos, cuando los fantasmas de su mente todavía no se habían apoderado de sus recuerdos.
Después miraba hacia la mesita de noche y se preguntaba de nuevo quién era aquella mujer y aquellos niños del retrato.
Después miraba hacia la mesita de noche y se preguntaba de nuevo quién era aquella mujer y aquellos niños del retrato.