lunes, 13 de enero de 2014

La máquina del tiempo


         
Cuando entré en aquella salita fría, desangelada y oscura me pregunté por qué los despachos de los notarios eran todos tan tristes y anticuados. Lo miré todo a mi alrededor, intentando captar el más mínimo detalle. Nada más entrar resaltaba la presencia de una mesa enorme, llena de revistas aburridas y pasadas de fecha, como de un par de años atrás; un cenicero de latón que contrastaba con un cartel que decía «no se puede fumar». Las sillas, dignas de tener en cuenta, apoyadas en cuatro patas retorcidas. Un gran tresillo, con horribles cojines de terciopelo marrón, que invitaba a todo excepto a sentarse en él.
Durante los cuarenta y cinco minutos, que duró mi espera, miré los cuadros que colgaban de sendas escarpias. Una imagen del generalísimo, una Virgen del Carmen y un cuadro de Miguel Ángel. ¡Ah! y un paisaje algo oscuro, surrealista diría yo, que lo debió pintar alguien en un momento de locura o algo así. Las otras personas que me acompañaban permanecían serias y pensativas. Nadie hablaba. Seguramente que estaban sobrecogidas por el ambiente de tan lúgubre estancia. Nadie leía ninguna de las revistas momificadas que había sobre la mesa. Alguien fumaba; sería para no despreciar el cenicero, o porque no habían leído el cartelito. Todos parecían poner cara de querer salir corriendo.
Por fin llegó el esperado momento. Una secretaria con gafas de la época de mi bisabuela, delgaducha y desgarbada, abrió la puerta y leyó mi nombre en voz alta. Acto seguido me levanté, cogí el abrigo y el bolso y la seguí por un largo pasillo hasta un despacho, que más bien parecía la cueva del terror. Ya sólo la puerta, en lugar de invitarme a pasar, me sugería que huyera. Y estuve a punto de hacerlo a no ser porque una voz me frenó desde dentro: «Buenas tardes señorita, pasé usted».
Una persona de edad avanzada estaba frente a mí, tendiéndome su mano. Me recibió cortesmente invitándome a tomar asiento. Me senté y cuando estaba dispuesta para escucharle con atención, después de haberlo mirado todo, algo llamó mi atención. Aquel despacho parecía robado de un cuadro de Velázquez.
Luego le miré de frente, ya que él se había sentado al otro lado del escritorio, y vi cómo se colocaba las gafas, que insistían en resbalar por su nariz, una y otra vez. Luego se rascó la sien, como queriendo pensar; ojeó aquellos documentos reiteradamente y cuando lo tuvo todo claro, me los tendió para que los firmara. Los firmé, con mi firma sobria y habitual, aunque tengo que reconocer que me entraron ganas de hacer una firma churrigueresca,más apropiada con el ambiente. «Es todo», me dijo a continuación, «le enviaré la copia por correo». Me despidió con la misma amabilidad que me había recibido. A continuación volví a recorrer el mismo pasillo. Bajé las escaleras. Cuando salí a la calle sentí una extraña sensación, me parecía que acababa de salir de la maquina del tiempo. Por fin había vuelto a mi siglo.
         

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