martes, 11 de diciembre de 2007

Rosas Amarillas




Una y otra vez se decía a si misma que no debía de haber aceptado aquella cita, pero a pesar de sus titubeos, había emprendido el viaje. Mientras se dirigía al hotel, se preguntaba si él habría llegado, si lo encontraría tal y como lo recordaba; pero por otro lado, las dudas le asaltaban (¿y si no se presenta?).
Serían aproximadamente las seis de la tarde cuando llegó al hotel Oyal. Le pareció que estaba como hace treinta años, cuando se hospedó allí por primera vez. La entrada era un enorme vestíbulo cuyas paredes estaban rodeadas de espejos, con un mostrador a la derecha y dos grupos de sillones a ambos lados. Incluso hubiera dicho que estaban colocados de la misma manera. Todo le era tan familiar que parecía que no hubiese pasado el tiempo. Se disponía a realizar la inscripción cuando, alguien la sorprendió dirigiéndose hacía ella.- ¡Señora Leonor, cuánto tiempo!- Se giró y comprobó que se trataba del antiguo botones, Javier. Tuvo una inmensa alegría al comprobar que todavía quedaba alguien, que la recordaba en aquel lugar. La saludó y le dio la mano afectuosamente. Estas como te recuerdo, Javier, no ha pasado el tiempo para ti -le dijo- a lo que él le respondió con una sonrisa.

Javier cogió su maleta y se dirigieron al ascensor para subir a la habitación. Leonor había pedido la misma que había ocupado siempre, la 224. Le gustaba porque estaba junto a la escalera, aislada del resto de las habitaciones, lo que le garantizaba el silencio y la tranquilidad.
Abrió la puerta con sigilo, como lo hacía siempre. Le temblaba la mano y sentía una especie de inquietud en el estómago, como presintiendo que se acercaba un momento que llevaba esperando mucho tiempo. Colocó la tarjeta para conectar la luz y caminó hacia el interior. Comprobó que la misma moqueta aterciopelada alfombraba el suelo, un poco deslucida, eso si, por el paso del tiempo; el mobiliario también era el mismo, pero conservado en un estado lamentable. Retiró las cortinas para ver la calle y su mente se vio trasportada al pasado. Fue como si los últimos treinta años se hubieran volatilizado.

Colocó su ropa dentro del armario y lo dispuso todo para pasar allí unos días. Era curioso como todos aquellos detalles le recordaron cosas que ya había olvidado; como aquel espejo tan especial para ellos, donde escondían mensajes escritos en los que se confesaban su cariño.
La posibilidad de que él no se presentara la asustaba; había sido todo tan incierto, su llamada de días anteriores, la carta que le había enviado hacía pocas semanas, su debilidad al hablar, su necesidad imperiosa de volver a verla, que no podía sino sentir miedo ; no podía evitar recordar como había terminado su relación; en aquel viaje que se vieron por última vez, cuando al final de sus vacaciones José desapareció precipitadamente del hotel, sin decir una palabra y nunca más supo nada de él.

Tardó mucho tiempo en recobrar el sosiego, porque cuanto mas se preguntaba por la razón de su huida, mas razones tenía para seguir esperándole. Tuvieron que pasar ocho años para que decidiera olvidarle definitivamente y reanudar una nueva vida. Pero no consiguió ser feliz, ni volvió a sentirse como cuando estaba con José. Leonor se casó, pero se divorció a los pocos años, dedicándose de lleno a su trabajo, para ocupar todas sus horas. Es así como consiguió sobrevivir a su desdicha. Pero la vida, que es dura, consiguió al fin que lo olvidara, cuando ella dejó de hacerse preguntas que nadie respondía.
Por eso estaba tan inquieta por este encuentro para el que no encontraba razones; si por lo menos la hubiera llamado en alguna ocasión durante este tiempo, si hubiera sabido algo de él…. Y cuanto mas se aferraba a pensar en todo aquello, más dudas le asaltaban en su interior. Estaba empezando a pensar que se había equivocado, pero la necesidad de volver a verle era superior y decidió permanecer en el hotel.
Recorría la habitación una y mil veces intentando templar sus nervios. (¿Y si no estuviera haciendo lo correcto?). Las dudas regresaban para seguir atormentándola y cada vez se sentía mas inquieta. En uno de esos paseos por la habitación se detuvo ante el espejo y, como si se tratara de un movimiento mecánico, que hubiera realizado cientos de veces, levantó su mano hacia el extremo superior izquierdo y, mientras pasaba la mano por el canto, le vinieron a la memoria aquellos mensajes que escondían detrás. También recordó que el fatídico día que él la abandonó, salió tan desesperada de la habitación que olvidó mirar si le había dejado el mensaje. ¿Y si todavía estuviera allí?.Se repitió varias veces a si misma que seguro que las camareras habrían limpiado aquel espejo y de haber existido una nota habría terminado en la papelera. No obstante no pudo evitar descolgarlo para mirar detrás. Le temblaban las manos, como a una colegiala, mientras deseaba con todas las fuerzas que no hubiera tal mensaje; pero al dar la vuelta al espejo encontró un sobre cerrado que iba dirigido a ella. Sin embargo, no era el que ella suponía, porque este sobre era reciente, lo que la desconcertó bastante. No cabía duda. Era su letra, exacta a la que ella recordaba. Tras un momento de confusión, decidió abrir el sobre.

“Querida Leonor: hace unos meses que he despertado del coma, en que caí tras sufrir un accidente. El último día que pasamos juntos, quise darte una sorpresa y salí en busca de un ramo de rosas amarillas, como sé que te gustan. No vi. un coche que circulaba a gran velocidad y fui atropellado al cruzar la calzada. Consecuencia de la gravedad de las heridas, caí en un coma profundo, en el que he permanecido estos años. Hace unos meses, cuando me recuperé comencé a buscarte con la única obsesión de volverte a ver. Pero una vez aquí, no me parece justo irrumpir de nuevo; habrás rehecho tu vida y mi presencia podría causarte más daño que dicha. Me voy sin esperarte para no hacerte mal, pero quiero que sepas que, cuando nadie confiaba en mi recuperación, yo luchaba por ti. Porque a pesar del coma que he padecido, nunca he dejado de quererte.
José”

Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras estrujaba la carta contra su corazón. Y en un instante las preguntas, que se había hecho durante todo este tiempo, fueron respondidas al unísono. Tenía que encontrarle como fuera, así que bajó al vestíbulo del hotel, buscó a Javier quien, viéndola en tal estado, supo lo que pasaba. Cuando Leonor se tranquilizó, éste le dijo que podría averiguar a qué dirección le llevó el taxi, justo unas horas antes de que ella llegara, aunque le había prometido a José justo todo lo contrario.
Subió de nuevo a la habitación, lo recogió todo apresuradamente y bajó al vestíbulo de nuevo. Allí estaba Javier esperando con una nota en la mano, que le entregó a continuación. En ella podía leerse el nombre de una calle de las afueras “calle Oza, número 12”. Sin pensárselo dos veces se dirigió allí. Por suerte el número doce correspondía a un chalet, así que no le fue difícil dar con su paradero.
Se detuvo unos instantes en la entrada, tenía miedo de no reconocerle, de que él no la reconociera, ó de que no estuviera allí. Pero finalmente llamó al timbre y salió a recibirla un hombre bajito, entrado en años y algo flacucho. No era José y pensó que se había equivocado y había vuelto a perderlo para siempre. Pero cuando estaba preguntando por él, una voz a lo lejos llamó su atención “¿Qué haces allí Roberto? A lo que el tal Roberto respondió: “aquí hay una señora que pregunta por ti, José”.
Leonor hubiera reconocido la voz de José entre miles. Le comenzó a temblar el cuerpo y las lágrimas brotaron incontroladas por sus mejillas, mientras entraba en la casa. De pronto le pareció increíble lo que acababa de suceder, que después de tantos años, por fin iba a volver a verle. Atravesó el vestíbulo y aquel hombre bajito la condujo hasta una salita, donde esperaba José, sin saber que se trataba de ella.
Él caminó hacia la puerta para recibirla y cuando estuvo frente a ella y vio que se trataba de Leonor, no podía creerlo. Había esperado ese momento mucho tiempo y sin embargo no podía pronunciar ni una sola palabra. Se miraron y ambos supieron que no necesitaban palabras. Se abrazaron, visiblemente emocionados; después caminaron juntos hacia el jardín, un hermoso jardín plagado de rosas amarillas. Hermosos rincones llenos de rosas amarillas, un rincón por cada año que permanecieron separados y al final del jardín, un centro especial conservado en una vitrina de cristal, un centro marchito, aquel centro que había salido a comprarle el día que sufrió el accidente.
En todo momento permanecieron abrazados contemplando aquellas rosas y mirándose de vez en cuando, eso sí, sin pronunciar palabra. No necesitaban hablar. Lo hacían por ellos todas aquellas rosas amarillas.


1 comentario:

Leodegundia dijo...

Una historia muy romántica con final feliz, de las que ahora ya no existen.
Un abrazo