Escondido en el fondo de aquel baúl, carcomido por la quera, encontré aquel retrato, que nos hicimos poco antes de que Mario muriera víctima de una fiebres extrañas. Tenía tan solo seis años y toda una vida por delante, pero la mano despiadada de la muerte decidió llevárselo cuando estaba más lleno de vida. En cuestión de unas pocas horas dejó de ser un niño lleno de vitalidad, para convertirse en la estampa misma de la muerte. Nos dejó aquella madruga, sin que pudiéramos hacer nada por salvarle la vida. Sus ojos se cerraron para siempre y nuestra madre, que nunca terminó de aceptar este hecho, escondió este último retrato y nunca volvimos a verlo.
En muchas ocasiones después de entonces, me acerqué al espejo, recordando el día que nos retratamos y me pregunté por qué, pero me respondió el silencio de una habitación fría y sombría. Y mientras veía reflejada en él, la mirada apagada de mis ojos, igual que en un arroyo de agua turbulenta, por el efecto de las lágrimas, recordaba el día en que nos hicimos ese retrato.
Mario correteaba por el jardín, cuando la voz de mi padre le hizo entrar en casa y, respondiendo de inmediato, se personó en la salita y mirando hacia el espejo le dijo, lo recuerdo como si fuera ahora. –Papá, se me ha ocurrido una cosa para que tú salgas en la foto también. _Nos ponemos todos frente a este espejo y le haces la foto al espejo_ Y se quedó tan satisfecho ¡era un chico listo! Lo curioso fue que nuestro padre le hizo caso. Así que nos colocó frente a él, y situándose detrás de nosotros con su cámara lanzó el disparo. Cuando reveló el resultado se dio cuenta de que había quedado perfecto.
Mis padres situados al fondo, contemplaban la escena. Mi padre, que quería que todo saliera perfecto, bajó la cabeza un instante para comprobar el objetivo y es ese, precisamente, el momento que captó la cámara. Mi madre, quieta y seria con la mirada ligeramente baja, mirando a Ana, la más pequeña de diez meses, que no dejaba de protestar. Mario, parecía el más risueño y feliz con el evento, así lo reflejaba su mirada traviesa y despierta. Mi hermana María sosteniendo en las rodillas a Ana, la miraba con maternal ternura. En cuclillas para no tapar a los demás estaba yo, Inés, sujetando el pie de Ana, que no dejaba de darme pataditas.
Ninguno sospechábamos entonces lo que iba a ocurrirle a Mario el día que nos hicimos aquel retrato. Pero la vida tiene estas paradojas y aquella tarde nos hicimos la única fotografía en la que estábamos los seis juntos. Y nunca más volveríamos a estarlo.
Por eso al encontrar de nuevo el retrato, en el fondo del baúl, volvieron a inundarse mis ojos, me giré hacia el espejo y creí ver a mi hermano Mario, correteando por el otro lado, como si la vida se hubiera paralizado el día que le pidió a papá, que hiciera la foto.
Y por fin, después de tanto tiempo, hemos ampliado la foto y preside la sala de estar de nuestra casa. Mamá, que, después de tanto tiempo está empezando a superar la muerte de Mario, está contenta y sonríe cuando pasa junto al retrato. Ana, cuando la ve pregunta mirando a Mario que quién es ese, María le responde, que es el traviesillo de nuestro hermano y nuestro padre, que sigue con su afición a la fotografía, ya nos ha hecho unas mil fotos frente al espejo. Mario tenía razón, era la única manera de que papá saliera en las fotos.
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