Pensé que sería mejor olvidarme de todo aquello por algún tiempo, así que me dediqué entonces a dar paseos por la playa, a sentir en mi piel la brisa del mar y la caricia de las olas. Leía durante horas, sentada en las rocas observando de vez en cuando ese paisaje privilegiado. Desde niña había emulado a mi padre, que leía cada día antes de acostarse durante una hora y había adquirido la costumbre de hacerlo si no a diario, si con la frecuencia de una lectora asidua. Así que durante aquellos días, de descanso en mis pesquisas, no encontré nada mejor que hacer que dedicarme a esa reconfortante costumbre.
Mi abuela llegó a pensar que me había olvidado del tema, incluso, porque una mañana, cuando me estaba preparando para dar mi paseo habitual, se acercó a mí y me reprochó que ya no me interesaran sus historias. Entonces me di cuenta de que había llegado el momento de retomar la conversación, en el punto que había quedado en suspenso.
Al día siguiente, mientras tomábamos café sentadas cómodamente en las hamacas del jardín, me preguntó algo que me dejó atónita; quería saber qué opinaba de Leonor y si me parecía, por lo que ella me había contado, que se trataba de una mujer corriente. Y de una cosa estaba convencida y así se lo hice constar, que Leonor podía haber sido cualquier cosa excepto una mujer corriente.
Mi abuela, que llevaba viviendo sola algunos años, tampoco era una mujer corriente y yo me sentía orgullosa de ella porque había pasado su vida luchando por lo que creía; una mujer adelantada para su época, que temía estancarse y que hizo todo lo posible para no hacerlo. Tolerante por encima de todo acostumbraba a decir que a las personas hay que aceptarlas como son y no como quisiéramos que fueran.
A menudo me había preguntado porqué una persona, afable como ella, había decidido permanecer sola durante tantos años, ya que seguramente no le habrían faltado admiradores dispuestos a conquistarla. Pero ella era una mujer exigente y seguramente no encontró a nadie que la mereciera o si lo encontró, no pudo quedarse con él ¡quién sabe!
Leonor, igual que ella, tampoco rehizo su vida aunque en una ocasión, según me contó mi interlocutora, creyó que había encontrado al hombre de su vida, aunque el romance no llegó a buen término. En una época en que sus cicatrices estaban curadas y casi se había olvidado del daño que le habían hecho otras personas, creyó sinceramente que merecía otra oportunidad, pero era tal el miedo que tenía de que todo volviera a salir mal, que con frecuencia se bloqueaba al entablar relaciones con otros hombres, era como si se hubiera negado a sí misma el permiso para volverse a enamorar.
Sin embargo en aquel pueblecito del Pirineo, al que se había ido años atrás, encontró un hombre diferente a cuantos había conocido; de repente supo que acababa de encontrar a quien siempre había estado buscando. Comenzó entre ellos una rara amistad de roce y cariño que duraría mucho tiempo, pero que se quedó estancada en el ámbito de amistad y que nunca, por expreso deseo de ambos, pasó a más. Ella que se había enamorado como una colegiala supo desde el principio, que aquel hombre nunca se enamoraría de ella; la cruel verdad de aquella amistad, paradójicamente, fue que estaban tan bien juntos que hubieran permanecido así el resto de sus vidas, pero se habían propuesto conservar su independencia a toda costa, él por su situación personal y ella por el terrible temor a que todo saliera mal.
Junto a él pasó los momentos más deliciosos y felices de su vida. Leonor que a menudo se sentía embadurnada de estiércol, cuando estaba con él se abstraía de tal manera de sus horas amargas, que casi conseguía estar a minuto y medio de la felicidad más absoluta, a minuto y medio porque, después de aquellos encuentros, ella debía volver a los enfrentamientos de su vida cotidiana.
Mi abuela llegó a pensar que me había olvidado del tema, incluso, porque una mañana, cuando me estaba preparando para dar mi paseo habitual, se acercó a mí y me reprochó que ya no me interesaran sus historias. Entonces me di cuenta de que había llegado el momento de retomar la conversación, en el punto que había quedado en suspenso.
Al día siguiente, mientras tomábamos café sentadas cómodamente en las hamacas del jardín, me preguntó algo que me dejó atónita; quería saber qué opinaba de Leonor y si me parecía, por lo que ella me había contado, que se trataba de una mujer corriente. Y de una cosa estaba convencida y así se lo hice constar, que Leonor podía haber sido cualquier cosa excepto una mujer corriente.
Mi abuela, que llevaba viviendo sola algunos años, tampoco era una mujer corriente y yo me sentía orgullosa de ella porque había pasado su vida luchando por lo que creía; una mujer adelantada para su época, que temía estancarse y que hizo todo lo posible para no hacerlo. Tolerante por encima de todo acostumbraba a decir que a las personas hay que aceptarlas como son y no como quisiéramos que fueran.
A menudo me había preguntado porqué una persona, afable como ella, había decidido permanecer sola durante tantos años, ya que seguramente no le habrían faltado admiradores dispuestos a conquistarla. Pero ella era una mujer exigente y seguramente no encontró a nadie que la mereciera o si lo encontró, no pudo quedarse con él ¡quién sabe!
Leonor, igual que ella, tampoco rehizo su vida aunque en una ocasión, según me contó mi interlocutora, creyó que había encontrado al hombre de su vida, aunque el romance no llegó a buen término. En una época en que sus cicatrices estaban curadas y casi se había olvidado del daño que le habían hecho otras personas, creyó sinceramente que merecía otra oportunidad, pero era tal el miedo que tenía de que todo volviera a salir mal, que con frecuencia se bloqueaba al entablar relaciones con otros hombres, era como si se hubiera negado a sí misma el permiso para volverse a enamorar.
Sin embargo en aquel pueblecito del Pirineo, al que se había ido años atrás, encontró un hombre diferente a cuantos había conocido; de repente supo que acababa de encontrar a quien siempre había estado buscando. Comenzó entre ellos una rara amistad de roce y cariño que duraría mucho tiempo, pero que se quedó estancada en el ámbito de amistad y que nunca, por expreso deseo de ambos, pasó a más. Ella que se había enamorado como una colegiala supo desde el principio, que aquel hombre nunca se enamoraría de ella; la cruel verdad de aquella amistad, paradójicamente, fue que estaban tan bien juntos que hubieran permanecido así el resto de sus vidas, pero se habían propuesto conservar su independencia a toda costa, él por su situación personal y ella por el terrible temor a que todo saliera mal.
Junto a él pasó los momentos más deliciosos y felices de su vida. Leonor que a menudo se sentía embadurnada de estiércol, cuando estaba con él se abstraía de tal manera de sus horas amargas, que casi conseguía estar a minuto y medio de la felicidad más absoluta, a minuto y medio porque, después de aquellos encuentros, ella debía volver a los enfrentamientos de su vida cotidiana.
2 comentarios:
Creo que Leonor tendría que adelantar su reloj un minuto y medio (tal vez se llevara una sorpresa, nunca se sabe)
Querida Sofía, vengo a desearte un Feliz Año. He estado unos días también un poco descolgada del ciberespacio. Volveré dentro de poco a leer tranquilamente este relato en seis partes. Un beso.
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