miércoles, 30 de enero de 2008

Tras la ventana (relato)



Había llegado el día y debía emprender un viaje, quizá sin retorno. Los últimos días había estado haciendo sus maletas y preparando lo necesario para pasar una larga temporada fuera de casa. Se había pasado horas revisándolo todo, hasta el mas mínimo detalle, y finalmente había decidido qué cosas iba a llevar y qué cosas no. A fin de cuentas, seguramente no necesitaría casi nada allí.
Revisó hasta el último rincón de la cocina, deteniéndose en los recuerdos, que todos aquellos objetos le traían a la mente. La cacerola de latón que compró en aquella feria, cuando ella, su marido y sus hijos visitaron Barbastro, y por cierto, aquel día el hijo pequeño enfermó de anginas y pasó todo el viaje con fiebre, que por él, tuvieron que adelantar el regreso. Las diminutas figuritas de porcelana, que le habían regalado por el día de la madre. Aquel jarrón que casi siempre tenía flores y que alegraban la cocina oscura y fría. Todos ellos, recuerdos que no podría llevar en su maleta, pero que siempre conservaría en su corazón.

Y buscó por entre los rincones del resto de las habitaciones, como queriendo verlo todo una vez más. Porque en el fondo ella sabía que aquella sería la última vez, no porque presintiera un final trágico, sino porque ella desde entonces había decidido que nunca regresaría, al que había sido su hogar durante tantos años. Y con cada paso que daba se le estremecía el alma. Y siguió mirando y encontrando cachivaches de todas las clases que le recordaban otros tantos momentos inolvidables.
Escuchó los gritos de los chiquillos, que jugaban en el patio de la casa y no pudo evitar acercarse a la ventana y observarlos durante largo rato. Su mente se vio entonces trasportada a muchos años atrás, cuando sus hijos jugaban en ese mismo patio con otros niños del vecindario. ¡Cuántos balones perdidos habían ido a parar a los cristales de aquella habitación! las mismas veces que ella se los había devuelto, sin inmutarse y con su eterna sonrisa en los labios.


De repente todos aquellos objetos empezaron a dar vueltas en su cabeza, todos los retratos de sus hijos y sus nietos, los recuerdos de los eventos familiares, los objetos esparcidos por los rincones, dando vida a su hogar, empezaron a girar como si hubieran subido a una enorme noria. De repente todo desapareció y se imaginó todas aquellas habitaciones vacías, como cuando llegó allí por primera vez. Y soñó que el tiempo no había pasado, y que podía vivir su vida de nuevo. Y aunque se sentía profundamente cansada, no le hubiera importado permanecer en aquella casa unos años más. Pero las circunstancias mandan y las suyas eran que tenía contados sus días de permanencia allí.

Y por fin llegó el día señalado y casi sin hacer ruido, como el que desaparece de repente, se marchó de su casa para no volver. Emprendió su viaje con la serenidad, que le daba su senectud y con la inquietud de conocer un sitio diferente, donde iba a vivir un tiempo indeterminado. Y aunque el viaje no fue largo, ella se sintió cansada, muy cansada.
Llegó a su destino a las cinco de la tarde aproximadamente. Era una hermosa tarde de primavera. El cielo chispeante, los pajarillos revoloteando, el ambiente fresco del Pirineo, lo envolvían todo, como queriendo darle la bienvenida. En cuanto llegó al lugar, miró a su alrededor y una especie de sensación, entre alegría y turbación, le invadió el cuerpo. El ambiente apacible de la fría primavera lo llenaba todo, envolviéndolo con un extraño aroma entre hierba fresca y pino silvestre.
Cuando el vehículo se detuvo frente a la casa, se bajó de él, lentamente, como queriendo prolongar ese instante indefinidamente, como no queriendo llegar nunca a ese lugar, como queriendo decir –no quiero quedarme aquí, devuélveme a mi casa—como queriendo pensar que si entraba allí, nunca volvería a salir. Pero bajó del vehículo y esperó a que le acercaran las maletas, con las pocas pertenencias que había decidido conservar, y cuando las tuvo junto a ella, se inclinó y cogiéndolas por el agarradero las levantó y se dirigió a la puerta principal, para disponerse a entrar, con la misma naturalidad con que hubiera entrado a su propia casa.


He olvidado decirlo, en la puerta principal de aquella casa había un letrero enorme, con unas letras enormes que decía “Residencia de Peña Erata”. Un enorme rosal, situado a la entrada le daba la bienvenida. Unos bancos, donde descansaban varios ancianos, rodeaban el recinto. A continuación, un vestíbulo lleno de sillones, ocupados por otras tantas personas, con una televisión a un lado, al que casi nadie prestaba atención. A la izquierda otro vestíbulo mas pequeño, que hacía las veces de sala de estar, con otros tantos sillones, donde a menudo se sentaban los ancianos o sesteaban, o simplemente charlaban, esperando que llegara alguna hora, no importaba cual, hora de desayunar, de comer o cenar, de la peluquería, del programa favorito, de las visitas que casi nunca recibían. Y desde allí veían pasar sus vidas o lo que quedaba de ellas sin intentar impedir el paso inexorable del tiempo. A la izquierda del vestíbulo había un pasillo, que conducía a la biblioteca y junto a ella, la enfermería y algunos cuartos de aseo.
Frente a la entrada principal, y situada al fondo, había una escalera, de esas antiguas, de suelo de terrazo y barandilla de madera, que parecía sacada de otro siglo. Y junto a ella un enorme ascensor, que casi nunca funcionaba como debía.
Alguien, que salió a recibirla, le cogió las maletas y la acompañó a la que sería su habitación, en la segunda planta. Cuando entró en ella. Un mundo se desplomó bajo sus pies. Un cuchitril, donde no cabía casi nada, con un cuarto de aseo a la derecha, unos armarios empotrados a la izquierda, cuya cerradura era una cuerda agarrada al tirador, unas mesillas del siglo pasado y unas camas, que mas parecían las camas de un orfanato, que las de una residencia de ancianos, una mesa redonda y, eso si, un balcón con unas vistas privilegiadas, desde donde se podía observar el monte, el patio de la escuela y el único parque del pueblo, sobrio, sombrío y oscuro, pero que en verano era de lo mas agradable. Y los que vivían en la residencia salían a pasear y soñaban que aquel era el jardín de su casa.
Abrió las maletas, que la auxiliar había colocado sobre la cama, y lo fue colocando todo en el estrecho armario de la habitación. Y conforme iba sacando los objetos de la maleta, se iba dando cuenta de que nunca regresaría a casa. Se resignó a su nueva situación, y aceptó su nueva vida, como si hubiera estado en ese lugar toda su vida. Se adaptó a esas personas, las observó cada día y poco a poco fue entendiendo lo que ocultaban esos rostros tristes y arrugados. Se fue comunicando con ellos y ellos le comenzaron a contar, poco a poco, historias de sus vidas. Pero ella callaba y no decía nada
De si misma. Desde la discreción mas supina, se convirtió en una mujer observadora, que nuca dejó que trascendiera nada suyo. Cada día solía bajar con algo de costura a la biblioteca, donde permanecía gran parte de la mañana. Poco a poco, esa sala iba estando mas concurrida a su alrededor. Los otros ancianos, cuando veían que ella bajaba las escaleras ya sabían que se dirigía allí y se sentaban a su alrededor, porque junto a ella se sentían bien. Ella les escuchaba, les reprendía, les daba ánimos. Ellos decían que les bastaba con estar a su lado, aunque permanecieran callados.
La verdad es que con su personalidad se los fue ganando y creó a su alrededor una corte de admiradores incondicionales. A veces la miraban y ella les respondía con una sonrisa, siempre tenía sonrisas para todos. Si me lo preguntaran diría que era una mujer excepcional. Agradable y caritativa, siempre estaba haciendo favores a unos y otros. Tan pronto les cosía unos botones a la chaqueta, como les subía el doble de los pantalones, o arreglaba el manto de la santa de la ermita, por petición expresa del cura del pueblo. O cosía unos caminos de mesa para su nuera, o le arreglaba el pantalón a su nieta.
Siempre pendiente de los demás, como una madre que nunca se separa de sus cachorros, ejerciendo de madre de aquellas personas que, las más de las veces, se sentían tristes y solas. Pero con ella a su lado la vida era diferente. Consolaba a los que padecían aunque ella callara sus dolores, porque, aunque sufría una artrosis aguda en la columna, nunca la oyeron quejarse. Su mayor preocupación era pasar desapercibida, como caminando de puntillas por la vida, sin hacer ruido, sin molestar.
Pero cada día que pasaba se sentía mas cansada y disimulaba su dolor, aunque a veces si la miraban de frente, veían reflejado en su mirada ese enorme malestar, aunque ella siguiera sin decir nada.
Los compañeros de residencia la apreciaban, eso lo sabemos por los comentarios de muchos de ellos, los mismos que decían que les bastaba con estar a su lado para sentirse bien. Y era fácil sentirse bien a su lado, porque trasmitía serenidad, bondad, paz. Los que la miraban de frente a los
Ojos sabían que tras el azul de esos ojos había un mar infinito de buenas acciones, que tras esas manos temblorosas, había todo un mundo de caricias, que tras esa mujer discreta y callada, había toda una señora. Y les gustaba conversar con ella o callar junto a ella, o sentir con ella o dejar de padecer a su lado. A sus más de ochenta años, no dudaba en ceder su asiento a los que lo necesitaban más que ella.
Y cuando pensó que su misión en esta vida había terminado, se dio cuenta de que todavía le quedaba mucho por hacer. En aquella residencia había muchas personas que la necesitaban y por las que podía hacer muchas cosas. Y así transcurrían los días y los meses, y ella se iba convirtiendo cada vez más en el alma de la casa, alguien de la que nunca oí hablar mal a nadie.
Pero a menudo, sin que nadie la viera, subía a su habitación y pasaba horas encerrada con la excusa de estar haciendo alguna labor, y durante esas horas, miraba por la ventana y veía corretear a los chiquillos en el patio de la escuela y volvía a recordar aquellos años, que sus hijos también jugaban en el patio de su casa con otros niños, que le rompían los cristales porque la portería del campo de fútbol, estaba justamente bajo su ventana. Luego sentía nostalgia, se miraba las manos arrugadas y temblorosas y presentía que su vida tocaba a su fin. Y se resquebrajaba igual que se resquebraja un fresno bajo la tormenta.
Pero, igual que el ave fénix, que resurgió de sus cenizas, ella resurgía una y otra vez de las suyas alzando el vuelo de nuevo y recuperando la alegría de vivir. Y seguía volando, alzándose hasta el infinito y cuando llegaba hasta lo mas alto, miraba desde allí y sentía pena de estar tan alta y regresaba para dar vida a los que la necesitaban, y bajaba desde el infinito hasta lo mas hondo de la tierra, y arrastrando su debilitado cuerpo, seguía ayudando a todos, sin importarle su malestar.
Todos los que la conocían decían que era una gran señora, una mujer que sabía estar en cada situación, con la elegancia del buen hacer y de la discreción, sobre todo de la discreción.




Cuando la conocí, era ya una mujer avanzada en años, pasaba los ochenta, pero lo que más me sorprendió de ella fue que, a pesar de su avanzada edad, conservaba intacta la juventud de sus ojos y la jovialidad de su mirada. Cuando te miraba, un mar sin fondo se abría ante ti y un sin fin de sentimientos afloraban a tu piel, e igual que el musgo trepa por el árbol, esos nobles sentimientos trepaban hasta lo mas alto de tu corazón para cubrirlo con su manto de sabiduría. Y cuando luego, al cabo de las horas, recordabas aquella sensación, te sentías con una paz que no podías explicar. Y deseabas que llegara el día siguiente, para volver a verla y poder disfrutar de nuevo de su compañía, una compañía llena de ternura y de paz.
Siempre tenía palabras de disculpa para los torpes, palabras de cariño para los que se sentían solos, palabras de energía para los débiles que se desmoronaban por cualquier cosa. Ella que había tenido una vida intensa, los entendía y comprendía las situaciones, que los llevaban a esos estados de pesimismo. Y los trataba con cariño, ese cariño que llevaba reflejado en la mirada. Los ancianos le correspondían a veces con su silencio, a veces con su compañía, a veces solo la miraban. Les gustaba estar junto a ella, sin hacer nada, solo mirando, simplemente mirando. Les bastaba saber que la tenían allí, igual que una madre solícita y generosa, que no escatima atenciones para con sus hijos, aún a costa de olvidarse de ella misma.
Porque nunca hablaba de ella, ni le gustaba ser el centro de atención, ni se quejaba. Pero ella callaba, pensaba en los que estaban peor, doblados en una silla de ruedas, tumbados para siempre en una cama y se sentía privilegiada, por poder caminar, por levantarse cada mañana, por esos cortos paseos que cada día podía dar, unos escasos paseos que la mantenían viva, a pesar de que con cada paso que daba, algo se rompía dentro de su cuerpo, pero seguía caminando para seguir viva y despierta.
Solía caminar por los alrededores de la residencia, pero a veces, cuando se sentía mas fuerte, se acercaba hasta el río y pasaba largo rato viéndole transcurrir corriente abajo, observando cómo se aproximaba desde su cercano nacimiento, y llegaba fuerte y vigoroso, entonces recordaba su



Juventud, cuando ella, cargada de vitalidad también caminaba erguida. Pero los años, que no habían pasado en vano, habían torcido su cuerpo doblegándolo hasta lo imposible, pero ella que no se había doblegado ante la vida, y que sabía lo que cuestan las cosas, había aceptado esto con dignidad sin sentirse amargada por ello, como sin darle importancia.
Muchos días la podías ver remendando la ropa de los compañeros de residencia, volviendo los cuellos de las camisas, haciendo todo tipo de apaños. Ella sabía que detrás de esas puntadas, que daba con sumo cariño, lo que menos importaba era el remiendo de aquellas ropas, lo importante era que esas personas se sentían queridas, arropadas y mimadas.
Yo diría que era una mujer carismática y especial, aunque a ella le hubiera costado reconocerlo, porque era una mujer humilde, que no daba importancia a los halagos, que le gustaba permanecer en su rinconcito de la vida, pasando desapercibida, igual que una gota de agua, que tímida resbala por los cristales sin que nadie la vea. A veces, de tan discreta que era, se diría que pasaba volando, sin apoyar los pies, porque no hacía ruido, ni se le sentía caminar y sin embargo todos los que la conocimos sabíamos que estaba a nuestro lado.
Me atrevería decir que estaba por encima de lo humano, porque la serenidad que le daban la plenitud de sus años, la colocaban por encima de las cosas materiales. Quizá sería porque estaba cerca de las cosas intangibles. Cometí el error de creer que había cumplido su misión en esta vida, lo había pensado en varias ocasiones, pero me equivocaba. Ella tenía todavía mucho por hacer, los ancianos con los que convivía día a día, la seguían necesitando cuando la mano despiadada del destino decidió llevársela de repente y sin avisar, sumiéndonos a todos en una profunda soledad.
Una mañana del mes de Noviembre, cuando apenas había bajado a desayunar, sufrió un derrame cerebral, y la guadaña que siempre vigilaba atenta por los alrededores de la residencia, se la llevó para siempre unas horas más tarde. Y se fue de puntillas, sin molestar, sin hacer ruido, como hubiera querido ella. Murió con la misma discreción que había vivido. Y se fue


Casi sin darse cuenta, sin padecer, pero dejándonos a los que la quisimos al borde de la desesperación. La víspera de su muerte estuvimos visitándola, como casi todas las tardes, estaba perfecta, incluso comentamos que había engordado algo y que se había puesto muy guapa. Verdaderamente lo estaba. Pero quizá la belleza que vimos aquella tarde era la paz interior de su alma, la que rodea a quienes se aproximan a la meta de la vida. Y ella que había librado la mejor de las carreras, se acercaba a la línea de llegada, con la frente alta, el alma limpia y el corazón lleno de buenas acciones. Si lo hubiéramos sabido no nos habríamos alejado de su lado aquella tarde. Pero la vida, que es cruel la mayoría de las veces, impidió que nos diéramos cuenta y siguiéramos como si tal cosa, con la esperanza de volver a verla al día siguiente. Y nos despedimos de ella, con la naturalidad de todas las despedidas, pensando que decíamos hasta luego, cuando en realidad ella nos estaba diciendo hasta siempre, aunque no lo supiera.
Y terminó siendo un hasta siempre, que perduró en un lugar privilegiado de nuestro corazón.
Cuando al día siguiente la visité en el tanatorio y la vi. Postrada en su ataúd, cubierta con esa sábana blanca, me impresionó que ya no permaneciera doblegada, sino que estaba erguida, con su cuerpo recto, libre ya de padecimiento. La expresión de su rostro tranquila, llena de paz. Y a pesar del derrame, que recorría sus facciones, estaba radiante.
Me hubiera gustado despedirme de ella, pero ahora pienso que las cosas pasan por alguna razón y que seguro que ella tuvo el final que hubiera querido, sin molestar a nadie. Que la misma discreción con la que vivió toda su vida, se la llevó a la hora de su muerte.
El impacto que causó su muerte en la residencia fue grande, nunca había visto llorar a los ancianos de esa manera, ni sentir tanto la muerte de unos de ellos, que tan acostumbrados está a estos sucesos. Entonces comprendí que ella seguiría siempre entre nosotros, porque la huella que había dejado tras de sí, era difícil de borrar.
Una huella profunda que haría que la recordaran cada uno de ellos por su amabilidad, su ternura, por la bondad de sus acciones y por su


Sonrisa, sobre todo por su eterna sonrisa.
Siempre tenía una sonrisa para todos, comentaron los abuelos el día que fuimos a recoger sus pertenencias. No hubo ni uno solo que no dijera algo bueno de ella, incluso aquellos con los que no habíamos hablado nunca. No hubo uno solo que no llorara su ausencia ó que no la echara de menos, incluso los que parecían no tener sentimientos más que para sí mismos.
Aquel día, que fuimos a recoger sus cosas, sentí que seguía a nuestro lado, observando desde un rincón, velando por todos nosotros. Sentí que caminaba por aquel pasillo, que bajaba por aquellas escaleras, que permanecía sentada en su rincón de la biblioteca, como cada tarde, cuando la visitábamos, con su bolso negro a su lado, donde guardaba las cosas de la costura, el móvil, sus secretillos. Pero cuando giré la vista para mirar y mis ojos se giraron, como por inercia, hacia su silla, comprobé que estaba vacía. Y sin embargo algo de ella seguía allí.
Es la misma sensación que nunca me ha abandonado, y que parece decirme que ella sigue entre nosotros. De vez en cuando vuelvo a la residencia para visitar a sus compañeros que todavía hablan de ella. Y aunque poco a poco todos nos vamos acostumbrando a su ausencia, seguimos lamentándonos por el modo en que nos dejó. Y seguimos sintiendo la rabia de pensar que ojalá hubiera vivido muchos años más.
Y en el fondo de nosotros mismos sabemos, que siempre tendrá ese hueco en un rincón de nuestros corazones.
No hace mucho que regresé a la residencia y pase un rato hablando con todos; no pude reprimir el deseo de acercarme a la biblioteca, donde ella pasaba la mayor parte del día, rodeada de su corte especial. Había solo dos personas viendo la televisión. Les mostré mi extrañeza por el hecho de que casi no hubiera nadie en ese lugar, cuando solía estar muy concurrido. Y me impresionó el modo en que me respondieron “desde que ella se marchó, ya casi nadie viene a este lugar”.
Me pareció que aquellos ancianos, con esta actitud, le estaban haciendo un homenaje. En el fondo no se atrevían a afrontar el hecho de que ese hueco que dejó, en aquel rincón junto a la ventana, no volvería a ocuparse nunca por nadie como ella.


O quizá, no querían hacerse a la idea de que nunca la volverían a ver, por esta razón habían dejado de frecuentar aquella habitación.
Pero, la vida sigue y todos sabemos que, poco a poco, las aguas volverán a su cauce, que ellos regresaran a sus asientos de la biblioteca y llenaran ese vacío con el recuerdo. Porque seguro que hablarán de ella durante muchos años. La vida cotidiana en la residencia irá recobrando la normalidad, pero de una cosa estoy segura, de que ella no se irá nunca de sus pensamientos.
Ha pasado un tiempo, pero, todavía, cuando veo algunos de sus objetos personales, creo sentir algo de ella cerca de mí. Y recuerdo los momentos que la iba a visitar, la última comida de su cumpleaños, los paseos por la calle mayor, el modo en que solía coser, su mirada; lo que recuerdo más, es su eterna mirada de paz , la mirada mas bella que he visto nunca. “Siempre tenía una mirada para todos” me dijo una de las mujeres de la residencia. Y efectivamente…siempre tenía una mirada, acompañada de su eterna sonrisa...
Desde que se fue, me he preguntado a menudo, dónde estará en este momento y no se porqué, pero siempre me la imagino en su casa, la que fue su hogar y el de los suyos, mirando a través de la ventana cómo juegan los chiquillos, aquellos mismos chiquillos a quienes devolvía los balones que golpeaban contra sus cristales. Y se me antoja que los sigue mirando con una eterna sonrisa.

1 comentario:

Leodegundia dijo...

Un relato precioso lleno de ternura. Hay personas a las que ni la muerte separan de nosotros, el recuerdo es tan fuerte que siempre están presentes.
Siento llegar siempre con retraso ya que tu publicas con mucha frecuencia y yo dispongo de poco tiempo, pero al final siempre me pongo al día.
Un abrazo